jueves, 8 de diciembre de 2011

LA VIDA EN NAZARET. TRABAJO

Después de Epifanía
8 de enero

LA VIDA EN NAZARET. TRABAJO

  • El Señor, que trabajó en el taller de San José, es nuestro modelo en el trabajo, para santificar nuestra tarea diaria.
  • Cómo fue el trabajo de Jesús. Cómo debe ser el nuestro.
  • Con el trabajo habitual hemos de ganarnos el Cielo. Mortificaciones, detalles de caridad, competencia profesional en nuestra tarea.

I. Cuando meditamos la vida de Jesús, nos damos cuenta de que la mayor parte de su existencia la pasó en la oscuridad de un pueblo, apenas conocido dentro de su misma patria. Comprendemos que algunos de sus vecinos le dijeran: Sal de aquí para que vean las obras que haces, pues nadie hace las cosas en secreto si pretende darse a conocer1. El valor de las obras del Señor fue siempre infinito, y daba a su Padre la misma gloria cuando aserraba la madera, cuando resucitaba a un muerto y cuando le seguían las multitudes alabando a Dios.

Muchos acontecimientos tuvieron lugar en el mundo durante aquellos treinta años de Jesús en Nazaret. La paz de Augusto había terminado y las legiones romanas se disponían a contener el empuje de los invasores bárbaros... En Judea, Arquelao era desterrado por sus innumerables desórdenes... En Roma, el Senado había divinizado a Octavio Augusto... Pero el Hijo de Dios se hallaba entonces en un pequeño pueblo, a 40 kilómetros de Jerusalén. Vivía en una casa modesta, quizá hecha de adobes como las demás, con su Madre, María, pues José debió fallecer ya en ese tiempo. ¿Qué hacía allí Dios Hombre? Trabajaba, como los demás hombres del pueblo. En nada llamativo se diferenciaba de ellos, pues también era uno de ellos. Era perfecto Dios y hombre perfecto. Y nosotros no podemos olvidar que, tanto su vida oculta, como su vida apostólica, son la existencia temporal del Hijo de Dios.

Cuando Jesús vuelve más tarde a Nazaret, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de los hechos prodigiosos que de Él se cuentan; le conocen por su oficio y por ser el Hijo de María: ¿Qué sabiduría es la que se le ha dado?... ¿No es éste el artesano, el hijo de María?...2. San Mateo nos dirá también, en otro lugar, lo que opinan de Cristo en su tierra: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su madre?...3. Durante muchos años le vieron trabajar, día a día. Por eso sacan a relucir su oficio.

Además, en la predicación del Señor se puede notar que conoce bien el mundo del trabajo; lo conoce como alguien que lo ha tocado muy de cerca, y por eso puso muchos ejemplos de gente que trabaja.

Jesús, en estos años de vida oculta en Nazaret, nos está enseñando el valor de la vida ordinaria como medio de santificación. «Porque no es la vida corriente y ordinaria, lo que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos»4.

Nuestros días pueden quedar santificados si se asemejan a los de Jesús en esos años de vida oculta y sencilla en Nazaret: si trabajamos a conciencia y mantenemos la presencia de Dios en la tarea, si vivimos la caridad con quienes están a nuestro alrededor, si sabemos aceptar las contradicciones evitando la queja, si las relaciones profesionales y sociales son motivo para ayudar a los demás y para acercarlos a Dios.

II. Si contemplamos la vida de Jesús durante estos años sin relieve externo lo veremos trabajar bien, sin chapuzas, llenando las horas de trabajo intenso. Nos imaginamos al Señor recogiendo los instrumentos de trabajo, dejando las cosas ordenadas, recibiendo afablemente al vecino que va a encargarle alguna cosa..., también al menos simpático, y al de conversación poco amena. Tendría Jesús el prestigio de hacer las cosas bien, pues todo lo hizo bien: Mc 7, 37, también las cosas materiales.

Y todos los que le trataron se sintieron movidos a ser mejores, y recibieron los beneficios de la oración callada de Cristo.

El oficio del Señor no fue brillante; tampoco cómodo, ni de grandes perspectivas humanas. Pero Jesús amó su labor diaria, y nos enseñó a amar la nuestra, sin lo cual es imposible santificarla, «pues cuando no se ama el trabajo es imposible encontrar en él ninguna clase de satisfacción, por muchas veces que se cambie de tarea»5.

El Señor conoció también el cansancio y la fatiga de la faena diaria, y experimentó la monotonía de los días sin relieve y sin historia aparente. Esta consideración es también un gran beneficio para nosotros, pues «el sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar. Esta obra de salvación se ha realizado precisamente a través del sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús, llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar»6.

Jesús, durante estos treinta años de vida oculta, es el modelo que debemos imitar en nuestra vida de hombres corrientes que trabajan cada día. Contemplando la figura del Señor comprendemos con mayor hondura la obligación que tenemos de trabajar bien: no podemos pretender santificar un trabajo mal hecho. Hemos de aprender a encontrar a Dios en nuestras ocupaciones humanas, a ayudar a nuestros conciudadanos y a contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación7. Un mal profesional, un estudiante que no estudia, un mal zapatero... si no cambia y mejora no puede alcanzar la santidad en medio del mundo.

III. Con el trabajo habitual tenemos que ganarnos el Cielo. Para eso debemos tratar de imitar a Jesús, «quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, trabajando con sus propias manos»8.

Para santificar nuestras tareas hemos de tener presente que «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios...»9.

En el trabajo santificado –como el de Jesús– encontraremos un campo abundante de pequeñas mortificaciones que se traducen en la atención en lo que estamos haciendo, en el cuidado y en el orden de los instrumentos que manejamos, en la puntualidad, en la manera como tratamos a los demás, en el cansancio ofrecido, en las contrariedades que, sin quejas estériles, procuramos llevar de la mejor manera posible.

En nuestros deberes profesionales encontraremos muchas ocasiones de rectificar la intención para que realmente sea una obra ofrecida a Dios y no una ocasión más de buscarnos a nosotros mismos. De esta manera, ni los fracasos nos llenarán de pesimismo, ni los éxitos nos separarán de Dios. La rectitud de intención –el trabajar de cara a Dios– nos dará esa estabilidad de ánimo propia de las personas que están habitualmente cerca del Señor.

Nos podemos preguntar hoy en nuestra oración personal si tratamos de imitar en nuestro trabajo los años de vida oculta de Jesús: ¿Tengo prestigio profesional y soy competente entre los de mi profesión? ¿Ejercito las virtudes humanas y las sobrenaturales en mi tarea diaria? ¿Sirve mi trabajo para que mis amigos se acerquen más a Dios? ¿Les hablo de la doctrina de la Iglesia en aquellas verdades sobre las que existe más ignorancia o más confusión en el momento actual? ¿Cumplo acabadamente mis deberes profesionales?

Miramos el trabajo de Jesús a la vez que examinamos el nuestro. Y le pedimos: «Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José (...), dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor diaria, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor»10.

1 Jn 7, 8-4. — 2 Cfr. Mc 6, 2-3. — 3 Mt 13, 55. — 4 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. — 5 F. Suárez, José, esposo de María, Rialp, Madrid 1982, p. 268. — 6 Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 27. — 7 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 41. — 8 ídem, Const. Gaudium et spes, 67. — 9 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 10. — 10 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 72.

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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Dios responde y salva al hombre de la oscuridad, la angustia y el dolor, dice el Papa

 

VATICANO, 07 Sep. 11 / 09:45 am (ACI/EWTN Noticias).- En la catequesis de la audiencia general de este miércoles y prosiguiendo el ciclo sobre la oración, el Papa Benedicto XVI aseguró que Dios siempre escucha, responde y salva al hombre ante la oscuridad, la angustia y el dolor.

Ante unos 11 mil peregrinos reunidos esta mañana en la Plaza de San Pedro y tras explicar que hoy inicia un ciclo de catequesis sobre los salmos "el libro de oración por excelencia", el Santo Padre reflexionó sobre el salmo 3, en el que el rey David eleva a Dios "una súplica de profunda fe y confianza".

El Papa dijo que, con la oración, "el hombre ya no está solo, los enemigos no son imbatibles como parecía, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo".

"El hombre –prosiguió– grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse entre grito humano y respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación".

El Santo Padre explicó luego que el grito humano "expresa la necesidad de ayuda y se confía a la fidelidad del otro. Gritar quiere decir poner un gesto de fe que se hace cercano y disponible a la escucha de Dios".

La oración, precisó luego, "expresa así la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que en la respuesta salvífica de Dios se manifiesta plenamente. Es importante que en la oración se encuentre la certeza de la presencia de Dios".

"De esa forma, el salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve con una protección invulnerable. El que piensa que ya está perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y burlado está en la gloria, porque Dios es su gloria".

Con la oración, el salmista y con él todo fiel, puede "dormir confiado" porque se sabe protegido por el Señor, que se queda siempre a su lado. Rezando el salmo 3, dijo el Papa, "podemos hacer nuestros los sentimientos del salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su cumplimiento".

"En el dolor, el peligro, la amargura de la incomprensión y la ofensa, las palabras del salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cercano –incluso en las dificultades, los problemas, la oscuridad de la vida– y escucha, responde, salva, a su manera".

Es necesario por eso "saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David en su fuga humillante del hijo Absalón, como el justo perseguido en el Libro de la Sabiduría y, por último y plenamente, como el Señor Jesús, en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la definitiva realización de la salvación".

"Que el Señor nos dé fe, venga a ayudarnos en la debilidad y nos haga capaces de creer y rezar ante la angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza a Él, nuestro ‘escudo’ y nuestra ‘gloria’", concluyó.

En su saludo a los peregrinos de lengua española llegados desde Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Colombia, México, Argentina y España, el Santo Padre los invitó a "a vivir ante cualquier adversidad con absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición".

En declaraciones a ACI Prensa, un seminarista venezolano de la diócesis de Punto Fijo, José Alejandro Rivodó, comentó que haber visto y escuchado al Papa en la audiencia general "ha sido un motivo de alegría, pero sobre todo de ánimo en mi vocación sacerdotal, Benedicto para mí significa un ejemplo a seguir como padre y pastor".

Al finalizar la audiencia el Santo Padre regresó a su residencia de verano de Castel Gandolfo.

lunes, 21 de febrero de 2011

Aviso a nuestros lectores

Estamos viendo con la editora EDICIONES PALABRA la posibilidad de usar directamente la web original de ellos: http://www.hablarcondios.org, que ha existido desde siempre y desde la cual se han tomado estas meditaciones realizando un cambio de formato que sea mas apropiado para la lectura diaria (según el criterio del webmaster de esta web) y otras facilidades adicionales.

Hasta tanto sea resuelta esta cuestión les pido que accedan a la web http://www.hablarcondios.org para poder disfrutar de estas meditaciones que tanto bien hacen en el camino a la santidad en la vida diaria.

Haga click aquí http://www.hablarcondios.org para acceder a la meditación del día de hoy.

domingo, 20 de febrero de 2011

TRATAR BIEN A TODOS

Séptimo Domingo - Ciclo A

TRATAR BIEN A TODOS

  • Debemos vivir la caridad en toda ocasión y circunstancia. Comprensión para quienes están en el error, pero firmeza ante la verdad y el bien.
  • Caridad con quienes no nos aprecian, con quienes calumnian y difaman, con quienes se sienten enemigos..., con todos. Oración por ellos.
  • La caridad nos lleva a vivir la amistad con un hondo sentido cristiano.

I. Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1, que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres. Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia –también para exigir los propios derechos– y la prudencia, pero no debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana.

Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2. «Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que, junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque este es el vivir verdadero. El que solo vive para sí y desprecia a los demás es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje»3.

Las múltiples llamadas del Señor –y especialmente su mandamiento nuevo4– para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará solo en pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento, un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma del cristiano el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.

La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir con todos, de modo que «quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).

«Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa»5. «Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar»6, y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.

II. El precepto de la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todos, sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian.

También, si alguna vez nos sucede, debemos vivir la caridad con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan positivamente perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la Cruz7, y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8. Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con heroísmo los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como el único mal verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones que no están reñidas con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser hermano»9.

Esta manera de actuar, que supone una honda vida de oración, nos distingue claramente de los paganos y de quienes de hecho no quieren vivir como discípulos de Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo los paganos? La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano recto, sino virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir ordinario.

También, con la ayuda de la gracia, viviremos la caridad con quienes no se comportan como hijos de Dios, con los que le ofenden, porque «ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor, pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios»10. Todos siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la gloria eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy de cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas injurias, no lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a Dios que significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y nos moverán a desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en nuestras manos.

III. El corazón del cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser ordenada y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin embargo, nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse a ámbitos reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos horizontes.

La unión con Dios que procuramos hacer fructificar con su gracia en nuestra conducta nos debe llevar a tener presente la dimensión entrañablemente humana del apostolado. La actitud del cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse a un generoso caudal de cariño sobrenatural y cordialidad humana, procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.

En nuestra oración personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón; que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque sea necesario a menudo enterrar nuestro propio yo, ceder en el propio punto de vista o en un gusto personal. La amistad leal incluye un esfuerzo positivo –que mantendremos en el trato asiduo con Jesucristo– «por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas»11 porque no puedan conciliarse con nuestras convicciones de cristianos.

El Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre que volvemos a Él movidos por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras mezquindades y errores; por eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de apartarnos de esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas positivas, apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda espiritual en quienes los padecen: han de ser estímulo para intensificar nuestro interés por ellos, por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.

Formulemos un propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y conocidos que más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen para llevarlo a cabo.

1 Mt 5, 38-48. — 2 Cfr. San Gregorio Nacianceno, Oración 17, 9. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 6. 4 Cfr. Jn 13, 34-35; 15, 12. — 5 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 28. — 6 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 9. 7 Cfr. Lc 23, 34. 8 Cfr. Hech 7, 60. 9 San Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4, 10, 7. — 10 ídem, Sobre la doctrina cristiana, 1, 27. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 746.

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sábado, 19 de febrero de 2011

LOS PROPÓSITOS DE LA ORACIÓN

6ª semana. Sábado

LOS PROPÓSITOS DE LA ORACIÓN

  • Jesús nos habla en la oración.
  • No desalentarnos si alguna vez parece que el Señor no nos oye... Él nos atiende siempre y llena el alma de frutos.
  • Propósitos concretos y bien determinados.

I. Subió Jesús al Tabor con tres de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, que más tarde habrían de acompañarle en Getsemaní1. Allí oyeron la voz inefable del Padre: Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle. Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús con ellos.

En Cristo tiene lugar la plenitud de la Revelación. En su palabra y en su vida se contiene todo lo que Dios ha querido decir a la humanidad y a cada hombre. En Jesús encontramos todo lo que debemos saber acerca de nuestra propia existencia, en Él entendemos el sentido de nuestro vivir diario. En Cristo se nos ha dicho todo; a nosotros nos toca escucharle y seguir el consejo de Santa María: Haced lo que Él os diga2. Esa es nuestra vida: oír lo que Jesús nos dice en la intimidad de la oración, en los consejos de la dirección espiritual y a través de los acontecimientos y sucesos que Él manda o permite, y llevar a cabo lo que Él quiere de nosotros. «Por esto –enseña San Juan de la Cruz–, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos solo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”»3.

A la oración hemos de ir a hablar con Dios, pero también a escuchar sus consejos, inspiraciones y deseos acerca del trabajo, de la familia, de los amigos, a quienes debemos acercar a Él. Porque en la oración hablamos a Dios y Él nos habla mediante esos impulsos que nos llevan a mejorar en el cumplimiento de los deberes diarios, a ser más audaces en el apostolado, y nos da luces para resolver –según su querer divino– las cuestiones que se presentan.

Nuestra Madre Santa María –a quien por ser hoy sábado podemos honrar con particular cariño a lo largo del día– nos enseña a escuchar a su Hijo, a considerar las cosas en nuestro corazón como Ella, según lo hace constar por dos veces el Evangelio4. «Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, a compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en santidad, en unión de Dios. Nuestra Señora, contrariamente a la impresión habitual que existe entre nosotros, no se lo encontró todo hecho en su camino hacia Dios, pues le fueron exigidos esfuerzos y fue sometida a pruebas que ningún nacido de mujer –excepto su Hijo– hubiera podido atravesar»5. En la intimidad con Dios, conoció lo que quería de Ella; allí penetró más y más en el misterio de la Redención, y en la oración encontró sentido a los acontecimientos de su vida: la alegría inmensa e incomparable de su vocación, la misión de José, la pobreza de Belén, la llegada de los Magos, la zozobra de la huida precipitada a Egipto, la búsqueda dolorosa y el feliz encuentro de Jesús cuando este tenía doce años, la normalidad de los días de Nazaret... La Virgen oraba y comprendía. Así nos ocurrirá a nosotros si aprendemos a tratar con intimidad a Jesús.

II. Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Muchas veces debemos oírle, y también preguntarle sobre aquello que no entendemos, que nos sorprende, o sobre las decisiones que hayamos de tomar. Le preguntaremos: Señor, en este asunto, ¿qué quieres que haga?, ¿qué te es más grato?, ¿cómo puedo vivir mejor mi trabajo?, ¿qué esperas de este amigo?, ¿cómo puedo ayudarle?... Y si sabemos estar atentos, oiremos esas palabras de Jesús que nos invitan a una mayor generosidad y nos alumbran para movernos según el querer de Dios. Verdaderamente, podemos decir a Jesús en nuestra oración de hoy: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero6, sin la cual andaría dando tropezones, sin rumbo y sin sentido. Guíame, Señor, en mis caminos y no me dejes en medio de tanta oscuridad.

A la oración sincera, con rectitud de intención, y sencilla, como habla un hijo con su padre, un amigo con su amigo, «están siempre atentos los oídos de Dios»7. Él nos oye siempre, aunque en alguna ocasión tengamos la impresión de que no nos atiende. Como cuando Bartimeo gritaba a Jesús a la salida de Jericó y este seguía adelante sin pararse ante los ruegos del ciego8, o en aquella otra ocasión en la que los discípulos piden al Señor que atienda a la mujer sirofenicia que les sigue sin dejar de suplicar por su hija enferma9. Jesús conocía muy bien el deseo de estas personas y la fe que, con aquella perseverancia en la oración, se hacía más firme y sincera. Él está atento a lo que decimos, interesado en nuestros asuntos, recibe las alabanzas, las acciones de gracias que le dirigimos, los actos de amor, las peticiones, y nos habla, nos abre caminos nuevos, nos sugiere propósitos... En ocasiones será la oración una conversación sin palabras, como ocurre a veces con amigos que se aprecian y se conocen de verdad. Pero, aun sin palabras, ¡se pueden decir tantas cosas!...

Con frecuencia nos ayudará considerar en la oración que somos los amigos más íntimos de Jesús, como los Apóstoles, que nos ha llamado a servirle desde nuestro lugar de trabajo, y con quien hemos de tratar muchos asuntos, como aquellos que le seguían. «El Señor, después de enviar a sus discípulos a predicar, a su vuelta, los reúne y les invita a que vayan con Él a un lugar solitario para descansar... ¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús! Pues... el Evangelio sigue siendo actual»10. Y también nosotros debemos prestar atención a Jesús que nos habla en la intimidad de la oración.

El Señor deja en el alma abundantes frutos, aunque a veces nos pasen inadvertidos; habla entonces de modo apenas perceptible, pero nos da siempre su luz y su ayuda, sin la cual no saldríamos adelante. Procuremos rechazar cualquier distracción voluntaria, veamos qué debemos cuidar para mejorar ese rato de conversación con el Señor (guarda de los sentidos, mortificación en lo habitual de cada día, poner más atención en la oración preparatoria, pedir más ayudas...) y seguir el ejemplo de los santos, que perseveraron en su oración a pesar de las dificultades. «Muy muchas veces –recuerda Santa Teresa– algunos años tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración»11. No la dejemos nunca nosotros, aunque alguna vez nos resulte árida, seca y costosa.

«También aprovecha –señala San Pedro de Alcántara– considerar que tenemos al Ángel de la Guarda a nuestro lado, y en la oración mejor que en otra parte, porque allí está él para ayudarnos y llevar nuestras oraciones al Cielo y defendernos del enemigo»12.

Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Jesús nos habla en la oración. Y la Virgen, nuestra Madre, nos señala cómo hemos de proceder: Haced lo que Él os diga..., nos aconseja, como a los sirvientes de Caná. Porque hacer lo que Jesús nos va diciendo cada día en la oración personal y a través de la dirección espiritual es encontrar la llave que permite abrir las puertas del Reino de los Cielos, es situarse en la línea de esos deseos de Dios sobre la propia existencia. Y cuando somos dóciles a esas insinuaciones y consejos hallamos que nuestra vida se colma de frutos, como aquellos sirvientes de Caná, quienes, por su obediencia a las palabras de nuestra Madre Santa María, encontraron las tinajas de piedra llenas de espléndido vino.

Acudamos a Ella y pidámosle que nos enseñe a hablar con Jesús y a saber escucharle; renovemos el propósito firme de poner cada vez más empeño en la oración; examinemos si estamos atentos a lo que quiera decirnos en ese diálogo.

III. Haced lo que Él os diga... Las palabras de la Virgen son una invitación permanente para llevar a cabo los propósitos que cada día nos sugiere el Señor en nuestra oración personal.

Estos propósitos deben estar bien determinados para que sean eficaces, para que se plasmen en realidades o, al menos, en el empeño por que así sea: «planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego»13.

Muchas veces se referirán a cosas pequeñas de mejora en el trabajo, en el trato con los demás, en procurar aumentar en ese día la presencia de Dios al ir por la calle o en medio de la familia...

Otras veces nos habla el Señor a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, que serán de ordinario el principal empeño por mejorar y tema frecuente de oración. Así cada día, cada semana, casi sin darnos cuenta, el querer divino irá señalando nuestros pasos como una brújula indica al caminante el sendero que lleva hasta la meta. El fin de nuestro viaje es Dios, a Él queremos encaminarnos con seguridad, sin titubeos, sin retrasos, con toda nuestra voluntad. Nuestra primera misión es aprender a escuchar, a conocer esa voz divina que se va manifestando en la vida. Los propósitos diarios y esos puntos de lucha bien determinados –el examen particular– nos llevarán de la mano hasta la santidad, si no dejamos de luchar con empeño.

Hoy podemos ir hasta el Señor a través de Nuestra Señora, quizá diciendo más jaculatorias, rezando mejor el Santo Rosario, deteniéndonos con más amor en la breve contemplación de cada misterio. «Cómo enamora la escena de la Anunciación. —María –¡cuántas veces lo hemos meditado!– está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al hablar con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen!»14. A Ella le suplicamos hoy que nos dé un oído atento para escuchar la voz de su Hijo, que se nos manifiesta en momentos bien determinados. Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle. También a Ella le pedimos un mayor empeño por llevar a la práctica los propósitos de la oración y los consejos recibidos en la dirección espiritual.

1 Mc 9, 1-2. — 2 Jn 2, 5. 3 San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2, 22, 5. 4 Lc 2, 19; 2, 51. 5 F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, pp. 198-199. — 6 Prov 30, 5. 7 San Pedro de Alcántara Tratado de la oración y meditación, 1, 4. 8 Cfr. Mc 10, 46 ss. — 9 Cfr. Mt 15, 21 ss. — 10 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 470. — 11 Santa Teresa, Vida, 8, 3. — 12 San Pedro de Alcántara, o. c., II, 4, aviso 5º. 13 Cfr. San Josemaría Escrivá, o. c., n. 222. — 14 Ibídem, n. 481.

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viernes, 18 de febrero de 2011

HUMILDAD

6ª semana. Viernes

HUMILDAD

  • Contar con Dios.
  • El egoísmo y la soberbia.
  • Para crecer en la humildad.

I. Leemos en el Génesis1 cómo los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de acuerdo... «¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos, olvidando la acción del Señor»2. El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura, relaciona el pecado de estos hombres, «que quieren ser fuertes y poderosos sin Dios, o incluso contra Dios», con el de nuestros primeros padres, que tuvieron la pretensión engañosa de ser como Él3; es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones tan diversas. En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como enfrentamiento con Dios, «sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios no mereciese ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo. Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia»4.

Nosotros debemos recordar con frecuencia que Dios ha de ser en todo momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos, y que la tendencia a dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de todo hombre, de toda mujer, hasta el momento mismo de su muerte. Esa soberbia nos incita a «ser como Dios», aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros intereses, o a prescindir de Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador, del que dependemos en el ser y en el existir. Lo mismo que en la narración de los hechos de Babel, una de las primeras consecuencias de la soberbia es la desunión: en la misma familia, entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...

El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente –como los constructores de Babel– en sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra. De hecho, el soberbio excluye a Dios de su vida, «como si no mereciese ningún interés»: no le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la cual llega en tantas ocasiones la fuerza y la luz de Dios. Se encuentra solo y débil, aunque él se crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es imprudente y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud del alma. Dios -enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios5. Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo de la santidad, por ser origen de gran número de pecados y porque priva de innumerables gracias y méritos delante del Señor6; es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera fortaleza...

No queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos. «Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la cepa y nosotros las ramas (....). Él es la vida y nosotros vivimos por Él (...); es la luz y disipa nuestra oscuridad»7. Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.

II. La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida cristiana. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación moral: «el amor propio hasta el desprecio de Dios»8. El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo solo se quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.

La soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es una de sus primeras manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de toda maldad9. El egoísmo (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio) y la soberbia (la falsa valoración de las cualidades propias y el deseo desordenado de gloria) son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos se encuentra de alguna manera el desorden radical de donde arrancan todos los pecados, porque el origen de todo pecado es la soberbia10, y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios11.

Cuántas veces hemos experimentado en nuestra vida personal la realidad de aquella enseñanza de Santa Catalina de Siena: el alma no puede vivir sin amar y cuando no ama a Dios se ama desordenadamente a sí misma, y este amor desgraciado «oscurece y encoge la mirada de la inteligencia, que deja de ver claro y solo se mueve en una falsa claridad. La luz con que la inteligencia ve en adelante las cosas es un engañoso brillo del bien, del falso placer al cual se inclina ahora el amor... De él no saca el alma otro fruto que soberbia e impaciencia»12.

Con la gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes, combatiendo la soberbia en sus variadas manifestaciones: la vanidad y la vanagloria (a veces muy señaladas en los pensamientos inútiles, en los que se es frecuentemente el centro, el héroe, el que triunfa en toda situación), el desprecio de los demás (manifestado en burlas, ironías, juicios negativos..., intervenciones intemperantes en la conversación, sintiéndose siempre en la necesidad de puntualizar o de poner el punto final). El soberbio suele ser desagradecido, y no habla sino de sí, de su persona y de sus cosas, que es en el fondo lo único que le interesa...

«Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad»13.

No permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado estado, en el que no contemplo tu rostro amable ni veo tampoco tantas virtudes y buenas cualidades que poseen quienes me rodean.

III. Para levantar el elevado edificio de la vida cristiana debemos tener un gran deseo de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejercitándonos en actos concretos de desasimiento del propio yo... De ella nacen incontables frutos y está relacionada con todas las virtudes, pero de modo particular con la alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad y la magnanimidad; la persona humilde tiene una especial facilidad para la amistad y, por tanto, para el apostolado; sin humildad no es posible vivir la caridad.

Para ser más humildes debemos estar dispuestos a aceptar la humillación que suponen aquellos defectos que no logramos superar, las flaquezas diarias... Muchos días, quizá con más atención en determinadas temporadas, nos puede ayudar a la hora del examen alguna de estas preguntas: «¿supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?»14. Y luego, las humillaciones de fuera, las que no esperábamos o las que nos parecen injustas, ¿las llevamos por Cristo?15.

Si buscamos la roca firme para edificar que es la humildad de Nuestro Señor, cada día encontramos incontables ocasiones para ejercitarla: hablar solo lo necesario –o mejor un poco menos– de nosotros mismos, ser agradecidos por los pequeños favores de quienes están a nuestro lado, considerando que nada merecemos, agradecer a Dios los innumerables beneficios que recibimos, querer hacer la vida más amable a quienes encontramos a lo largo de la jornada, rechazar los pensamientos inútiles de vanidad o de vanagloria, no perder las ocasiones de prestar pequeños servicios en la vida familiar, en el trabajo, en cualquier parte; dejarse ayudar, pedir consejo, ser muy sincero con uno mismo –pidiendo ayuda al Señor para no justificar los pecados y las faltas, aquellas cosas que nos humillan y de las que tenemos que pedir perdón, a veces, a los demás–, con Dios y en la dirección espiritual, donde también encontramos a Jesús...

Poniendo los ojos en Cristo, encontramos también el desasimiento necesario para rectificar, que es camino de humildad, en las muchas cosas en que podemos habernos equivocado (porque nos faltaban datos, o ha cambiado alguno de ellos, o no habíamos profundizado en el problema...).

Aprendamos esta virtud contemplando la vida de Santa María. Dios hizo en Ella cosas grandes «“quia respexit humilitatem ancillae suae” —porque vio la bajeza de su esclava...

»—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!

»Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda»16.

1 Primera lectura, Año I. Gen 11, 1-9. — 2 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-XII-1984, 13. — 3 Cfr. Gen 3, 5. — 4 Juan Pablo II, o. c., 14. — 5 Sant 4, 6. — 6 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, pp. 445-446. — 7 San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios, 8. — 8 San Agustín, Sobre la ciudad de Dios, 14, 28. — 9 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 77, a. 4 c. — 10 Eclo 10, 15. — 11 Ibídem, 10, 12. — 12 Santa Catalina de Siena, El Diálogo, 51. — 13 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 100. — 14 ídem, Forja, n. 153. — 15 Cfr. ídem, Camino, n. 594. — 16 ídem, Surco, n. 289.

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jueves, 17 de febrero de 2011

LA MISA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA

6ª semana. Jueves

LA MISA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA

  • Participación de los fieles en el sacrificio eucarístico.
  • El «alma sacerdotal» del cristiano y la Santa Misa.
  • Vivir la Misa a lo largo del día. Preparación.

I. Caminaba Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo; en el camino preguntó a quienes le acompañaban: ¿Quién dicen los hombres que soy yo?1. Y los Apóstoles, con toda sencillez, le cuentan lo que se hablaba de Él: unos decían que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los Profetas. Corrían sobre Jesús las opiniones más variadas. Entonces Él se dirige a los suyos de una manera abierta y amable, y les dice: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? No les pide una opinión más o menos favorable, sino la firmeza de la fe. Después de tanto tiempo con ellos han de saber quién es Él, sin titubeos, con seguridad. Pedro respondió enseguida: Tú eres el Cristo.

También a nosotros tiene el Señor derecho a pedirnos una clara confesión de fe –con palabras y con obras– en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la ignorancia y el error. Mantenemos nosotros con Jesús un estrecho vínculo, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. En este sacramento se estableció una íntima y profunda unión con Cristo, porque en él recibimos su mismo Espíritu y fuimos elevados a la dignidad de hijos de Dios. Se trata de una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres humanos cualesquiera. Así como la mano unida al cuerpo está llena de la corriente de vida que fluye de todo el cuerpo, de modo semejante el cristiano está lleno de la vida de Cristo2. Él mismo nos enseñó, con una bella imagen, la forma en que estamos unidos a Él: Yo soy la vid; vosotros los sarmientos...3. Y es tan fuerte la unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí4. Esta cercanía con Jesucristo nos debe llenar de alegría, pues si somos parte viva del Cuerpo Místico de Cristo participamos en todo lo que Cristo realiza.

En cada Misa, Cristo se ofrece todo entero, también juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos: participan, por tanto, de la Misa como oferentes y como ofrendas. Sobre el altar, Jesucristo hace presentes a Dios Padre los padecimientos redentores y meritorios que soportó en la Cruz, y también los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad, mayor unión con Cristo? ¿Cabe mayor dignidad? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia. «Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio para toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado»5.

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? En el sacrificio eucarístico conocemos bien a Cristo. Allí se hace firme nuestra fe, y nos fortalecemos para confesar abiertamente que Jesucristo es el Mesías, el Unigénito de Dios, que ha venido para la salvación de todos.

II. La Santa Misa es ofrecida por los sacerdotes y también por los fieles, pues «por el carácter que se imprimió en sus almas en el momento del Bautismo participan del sacerdocio mismo de Cristo»6, aunque esta participación sea esencialmente diferente de la de quienes han recibido el sacramento del Orden7.

Solo por las palabras del sacerdote –en cuanto representa a Cristo–, en el momento de la Consagración se hace presente el mismo Cristo sobre el altar, pero todos los fieles participan en esa oblación que se hace a Dios Padre para bien de toda la Iglesia. Juntamente con el sacerdote ofrecen el sacrificio, uniéndose a sus intenciones de petición, de reparación, de adoración y de acción de gracias; más aún, se unen al mismo Cristo, Sacerdote eterno, y a toda la Iglesia8.

En la Misa podemos ofrecer cada día todas las cosas creadas9 y todas nuestras obras: el trabajo, el dolor, la vida familiar, la fatiga y el cansancio, las iniciativas apostólicas que queremos llevar a cabo en ese día... El Ofertorio es un momento muy adecuado para presentar nuestras ofrendas personales, que se unen entonces al sacrificio de Cristo. ¿Qué ponemos cada día en la patena del sacerdote?, ¿qué encuentra allí el Señor? Llevados por ese «alma sacerdotal», que nos mueve a identificarnos más con Cristo en medio de la vida corriente, no solo ofreceremos las realidades de nuestra existencia, sino que nos ofreceremos a nosotros mismos, en lo más íntimo de nuestro ser.

Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia10; debemos llenar de contenido, y de oración personal, esta como otras oraciones que se repiten en cada Misa. Acudimos a la Misa para hacer nuestro su Sacrificio único, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la Trinidad Beatísima revestidos de los incontables méritos de Jesucristo aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la adoración de Cristo, satisfacemos con los méritos de Jesús, pedimos con Su voz, siempre eficaz. Todo lo suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace suyo: oración, trabajo, alegrías, pensamientos y deseos, que entonces adquieren una dimensión sobrenatural y eterna. Todo cuanto hacemos adquiere valor en la medida en que se ofrece con Cristo, Sacerdote y Víctima, sobre el altar. Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, «en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos –aun los más insignificantes– adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz»11.

Nuestra participación en la Misa culmina en la Sagrada Comunión, la más plena identificación con Cristo que jamás pudimos soñar. Nunca los Apóstoles, antes de la institución de la Sagrada Eucaristía, en los años en los que recorrieron Palestina con Jesús, pudieron gustar una intimidad con Él como la que tenemos nosotros después de comulgar. Pensemos ahora cómo es nuestra Misa, cómo son nuestras comuniones. Si procuramos prepararlas bien, si rechazamos con prontitud cualquier distracción voluntaria, si hacemos muchos actos de fe y de amor, si en nuestra alma se hace realidad, en frecuentes momentos, esa exclamación llena de fe de San Pedro: Tú eres el Cristo.

III. La Misa es el más importante y provechoso de nuestros encuentros personales con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues toda la Trinidad se encuentra presente en el sacrificio eucarístico, y es el mejor modo, y el más grato a Dios, de corresponder al amor divino. La Misa es «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»12. De modo semejante a como los radios de un círculo convergen, todos, en su centro, así todas nuestras acciones, nuestras palabras y pensamientos han de centrarse en el Sacrificio del Altar. Allí adquiere valor redentor todo lo que hacemos. Por eso ayuda tanto a la vida cristiana el renovar el ofrecimiento de obras durante la Misa; ofrecemos todo lo que vamos haciendo en el transcurso de la jornada, uniéndolo con la intención a la Misa del día siguiente o a la que en aquel momento se está celebrando en el lugar más cercano, o en cualquier parte del mundo. Así, nuestro día, de un modo misterioso pero real, forma parte de la Misa: es, en cierto modo, una prolongación del Sacrificio del Altar; nuestra existencia y nuestro quehacer es como materia del sacrificio eucarístico, al que se orienta y en el que se ofrece. La Santa Misa centra y ordena así el día, con sus alegrías y pesares. Las mismas flaquezas se purifican en cuanto forman parte de una vida ofrecida a Dios. El trabajo estará mejor realizado si pensamos que lo hemos puesto en la patena del sacerdote, o si en ese momento nos unimos internamente a otra Misa, en la que no podemos estar corporalmente. Y ocurrirá lo mismo con las demás realidades del día: los pequeños sacrificios de toda vida familiar, la fatiga y el dolor... A la vez, el mismo trabajo y todas las incidencias de la jornada son una excelente preparación para la Misa del día siguiente, preparación que procuraremos intensificar en esos momentos más cercanos a la celebración, echando a un lado toda rutina. «No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se tratara de la única Misa de vuestra vida: sabiendo que allí está siempre presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y, por tanto, junto a Nuestro Señor, toda su Iglesia»13.

Para conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa, debemos, además, cuidar la preparación del alma, la participación en los ritos litúrgicos, que ha de ser consciente, piadosa y activa14. Para ello, debemos cuidar la puntualidad, que es la primera muestra de delicadeza para con Dios y para con los demás fieles, el arreglo personal, el modo de estar sentados o de rodillas..., como quien está ante su Amigo, pero también ante su Dios y su Señor, con la reverencia y el respeto debido, que es señal de fe y de amor. Y seguir los ritos de la acción litúrgica, haciendo propias las aclamaciones, los cantos, los silencios –oración callada–..., sin prisas, llenando de actos de fe y de amor toda la Misa, pero particularmente el momento de la Consagración, viviendo cada una de las partes (pidiendo de corazón perdón al rezar el acto penitencial, escuchando con atención las lecturas...).

Y si vivimos con piedad, con amor, el Santo Sacrificio, saldremos a la calle con una inmensa alegría, firmemente dispuestos a mostrar con obras la vibración de nuestra fe: ¡Tú eres el Cristo! Muy cercana a Jesús encontraremos a Santa María, que estuvo presente al pie de la Cruz y participó de un modo pleno y singular en la Redención. Ella nos enseñará los sentimientos y las disposiciones con que debemos vivir el sacrificio eucarístico, donde se ofrece su Hijo.

1 Mc 8, 27-33. — 2 Cfr. M. Schmaus, Teología dogmática, vol. V, p. 42 ss.— 3 Jn 15, 15. — 4 Gal 2, 20. — 5 San Josemaría Escrivá, Carta 2-II-1945. — 6 Pío XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 23. — 7 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 10. 8 Cfr Pío XII, loc. cit., n. 24. — 9 Cfr. Pablo VI, Instr. Eucharisticum mysterium, 6. 10 Misal Romano, Ordinario de la Misa. — 11 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, X, n. 5. — 12 ídem, Es Cristo que pasa, 87; Cfr. Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 14. — 13 San Josemaría Escrivá, Carta 28-III-1955. — 14 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48.

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miércoles, 16 de febrero de 2011

CON LA MIRADA LIMPIA

6ª semana. Miércoles

CON LA MIRADA LIMPIA

  • La guarda de la vista.
  • En medio del mundo, sin ser mundanos.
  • Un cristiano no asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de discípulo de Cristo.

I. Llegó Jesús a Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que lo tocara. El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y allí hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las manos, el ciego comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas las cosas1.

Las curaciones del Señor solían ser instantáneas. Esta, sin embargo, tuvo un pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y Jesús quería curar a la vez alma y cuerpo2. Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano, para que su fe se fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso ya era algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente, lo primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que le miraba complacido.

Lo sucedido con este hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para considerar la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos ciegos espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera, cuando decía a los fariseos que eran ciegos3 o cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos pero no ven4. Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para encontrar a Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los hombres como hijos de Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la pena..., incluso para contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina que dejó como un rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es necesario tener la mirada limpia para que el corazón pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios desea.

Muchos hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una mirada apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su vida. Estos cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la Penitencia, el valor infinito de una sola Misa, la belleza del celibato apostólico... Les falta limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de los sentidos –que son como las puertas del alma–, y de modo particular de la vista.

El alma que comienza a tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de «no ver» –porque necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para trabajar, para relacionarnos–, sino de «no mirar» lo que no se debe mirar, de ser limpios de corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto al ir por la calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones sociales. Mirada limpia no solo en aquello que se refiere directamente a la lujuria –que ciega para los bienes sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos–, sino en otros campos que también caen dentro de la «concupiscencia de los ojos»: afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas5.

¡Qué pena si alguna vez –por no haber sido delicadamente fieles en esta materia– en vez de ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos solo una imagen desdibujada y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa «guarda de la vista», tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver a Dios. Quien no tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y frecuentemente deforme.

II. El cristiano ha de saber –poniendo los medios necesarios– quedar a salvo de esa gran ola de sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos miedo al mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la santidad, ni tampoco podemos desertar, porque el Señor nos quiere como fermento y levadura; los cristianos «somos una inyección intravenosa puesta en el torrente circulatorio de la sociedad»6. Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino que los preserves del mal7. Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin olvidar que las pequeñas mortificaciones –y las grandes, cuando lleguen y cuando el Señor las pida– han de mantenernos siempre en guardia, como el soldado que no se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de su vigilia.

Los Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la fe para que vivieran la doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que en estos tiempos nos rodea8. Si alguno no luchara de una manera decidida sería arrastrado por ese clima de materialismo y de permisivismo. Incluso en los países de honda tradición cristiana es patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar en oposición abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de la misma ley natural.

Los propagadores del nuevo paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el ánimo de los espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan estos espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a muchos pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco de lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o en el fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las verdades más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de ateísmo, con un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.

Los Santos Padres utilizaron en su predicación palabras duras para apartar a los primeros cristianos de los espectáculos y diversiones inmorales9. Y aquellos fieles supieron prescindir –con soltura, porque así lo pedían los nuevos ideales que habían encontrado al conocer a Cristo– de los esparcimientos que podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma, hasta el punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la conversión de un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de asistir a aquellos espectáculos10, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.

¿Ocurre con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos de asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la santa pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo cuando un programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una delicada conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos separe de Él o enfríe nuestro afán de seguirle.

III. El Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre11, y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra corriente en muchas ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros amigos no entiendan en un primer momento, pero que frecuentemente son el primer paso para acercarlos al Señor y para que se decidan a vivir una honda vida cristiana.

Nuestra lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el alma. Por esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos prescindir de esos entretenimientos, y si –por estar mal informados– se asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que sigue un buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti12. No asistir o marcharse, sin miedo a «parecer raros» o poco naturales, pues lo poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo contrario.

Para vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al Señor la virtud de la fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber hablar con claridad a los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca que no van a entender lo que les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo y de una actitud llena de seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a buscar una vida más firme, una mejor formación. Y si alguno objetara que está inmune al influjo de esas diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar cómo, de modo imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el trato con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero. Cuando alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver esos programas, quizá es señal precisamente de que él necesita más que otros abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y los ojos nublados para el bien.

Además de no asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.

San José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María, los amó con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con fortaleza, poner los medios que sean necesarios para poder contemplar a Dios con una mirada clara y penetrante; que sepamos amar a las criaturas con hondura y limpieza, según la peculiar vocación recibida de Dios.

1 Cfr. Mc 8, 22-26. — 2 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, nota a Mc 8, 22-26. — 3 Mt 15, 14. — 4 Cfr. Mc 4, 12; Jn 9, 39. — 5 Mt 6, 22-23. — 6 San Josemaría Escrivá, Carta 19-III-1934. — 7 Jn 17, 15. — 8 Cfr. Rom 13, 12-14. — 9 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 6, 7. — 10 Cfr. Tertuliano, Sobre los espectáculos, 24. — 11 Cfr. Heb 13, 8. — 12 Mt 5, 29.

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martes, 15 de febrero de 2011

LA TAREA SALVADORA DE LA IGLESIA

6ª semana. Martes

LA TAREA SALVADORA DE LA IGLESIA

  • La Iglesia, lugar de salvación instituido por Jesucristo.
  • La oración por la Iglesia.
  • Por el Bautismo somos constituidos instrumentos de salvación en el propio ambiente.

I. Narra el Génesis que al ver el Señor cómo crecía la maldad del hombre y que su modo de pensar era siempre perverso, se arrepintió de haberlo creado, y consideraba borrarlo de la superficie de la tierra1. Pero, una vez más, la paciencia de Dios se puso de manifiesto y decidió salvar al género humano en la figura de Noé. El Señor dijo a Noé: Entra en el arca con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en tu generación. Después vino el diluvio, con el que Dios castigó a los demás, a causa de su mala conducta.

Los Padres de la Iglesia vieron en Noé la figura de Jesucristo, que será el principio de una creación nueva. En el arca vislumbraron la imagen de la Iglesia, que flota sobre las aguas de este mundo y acoge dentro de ella a cuantos quieren salvarse2. San Agustín nos dice: «En el símbolo del diluvio, en el que los justos fueron salvados en el arca, está profetizada la futura Iglesia, que salva de la muerte en este mundo por medio de Cristo y del misterio de la Cruz»3. El arca de Noé fue el lugar de salvación. Y San Agustín continúa diciendo que «quienes fueron salvados en el arca representan el misterio de la futura Iglesia, que se salva del naufragio por la madera de la Cruz»4. El grupo de justos salvados del diluvio en el arca es un presagio de la futura comunidad de Cristo5.

El mismo Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, entregó a sus Apóstoles sus propios poderes en orden a la salvación del mundo6. El Maestro les habló con la majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos...; y la Iglesia comenzó enseguida, con autoridad divina, a ejercer su poder salvador.

Imitando la vida de Cristo, que pasó haciendo el bien7, confortando, sanando, enseñando, la Iglesia procura hacer el bien allí donde está. Es abundante, a lo largo de la historia, la iniciativa de los cristianos y de variadísimas instituciones de la Iglesia por remediar los males de los hombres, por prestar una ayuda humana a los necesitados, enfermos, refugiados, etc. Esa ayuda humana es y será siempre grande, pero, al mismo tiempo, es algo muy secundario; por la misión recibida de Cristo, Ella aspira a mucho más: a dar a los hombres la doctrina de Cristo y llevarlos a la salvación. «Y a todos –a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra– la Iglesia viene a confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y sobrenatural, que solo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que solo en Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas»8.

II. Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le prestan sus colaboradores más inmediatos: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius9, nos enseña a pedir la liturgia. Es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si consideramos en la presencia de Dios, si advertimos –no es difícil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.– la resistencia con que le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo.

En el Evangelio de la Misa de hoy10 el Señor advierte a sus discípulos que estén alerta y se guarden de una levadura: la de los fariseos y de Herodes. No se refiere aquí a la levadura buena que han de ser sus discípulos, sino a otra, capaz también de transformar la masa desde dentro, pero para mal. La hipocresía farisaica y la vida desordenada de Herodes, que solo se movía por ambiciones personales, eran un mal fermento que contagiaba a la masa de Israel, corrompiéndola.

Tenemos el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede salvar. «Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (Cfr. Is 58, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles»11. No podemos dejar a un lado este deber filial con nuestra Madre la Iglesia, misteriosamente necesitada de protección y de ayuda: «Ella es Madre... una madre debe ser amada»12.

Es grande el daño que produce en las almas la mala levadura de la doctrina adulterada y de desdichados ejemplos, aumentados y aireados por gentes sectarias. Cuando nos encontremos ante la doctrina falsa, ante situaciones quizá escandalosas, debemos hacer examen y preguntarnos: ¿qué he hecho yo por sembrar buena doctrina?, ¿cómo es mi conducta en el cumplimiento de mis deberes profesionales?, ¿qué hago para que mis hijos, mis hermanos, mis amigos adquieran la doctrina de Jesucristo?, ¿cómo son mi oración y mi mortificación por la Iglesia?

Hemos de pedir también –son muchas las personas que lo hacen a diario en la Santa Misa, en el rezo del Santo Rosario y en otras ocasiones– por los Pastores todos de la Iglesia de Dios: junto al Papa, los Obispos. Es antiquísima la oración con que los fieles encomendamos al Señor al Ordinario del lugar: Stet et pascat in fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui. Siempre es grande la necesidad del favor divino que los Pastores de la Iglesia requieren para llevar adelante su misión. Tenemos la responsabilidad de ayudarles, y para ello pedimos que el Señor les sostenga y les ayude a apacentar su grey con la fortaleza divina y con la suavidad y altísima sabiduría que viene del Cielo.

Cada día, en la Santa Misa, con estas u otras palabras recogidas en las demás Plegarias Eucarísticas, reza el sacerdote: «A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente (...), ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu servidor el Papa..., con nuestro obispo..., y todos aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica»13. Así podemos acordarnos de las intenciones del Papa, de los Obispos, de rezar por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios; también por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.

III. En una carta de San Juan Leonardi al Papa Pablo V, quien le pedía algunos consejos para revitalizar al Pueblo de Dios, decía el santo: «Por lo que mira a estos remedios, ya que han de ser comunes a toda la Iglesia (...), habría que fijar la atención primeramente en todos aquellos que están al frente de los demás, para que así la reforma comenzara por el punto desde donde debe extenderse a las otras partes del cuerpo. Habría que poner un gran empeño en que los cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los párrocos, a quienes se ha encomendado directamente la cura de almas, fuesen tales que se les pudiera confiar con toda seguridad el gobierno de la grey del Señor»14. Nosotros no dejemos de pedir cada día por su santidad: que amen cada día más a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, que recen con piedad cada vez mayor a la Santísima Virgen, que sean fuertes, caritativos, que tengan gran amor a los enfermos, que cuiden esmeradamente la enseñanza del Catecismo, que den un testimonio claro de desprendimiento, de sobriedad...

Pero la Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento fiel de nuestros deberes religiosos: la Santa Misa, la oración, la presencia de Dios durante el día...; cuando estamos unidos a la persona y a las intenciones del Romano Pontífice y del Obispo de la diócesis; cuando somos ejemplares en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, cívicos; con un apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra vida. Este apostolado se hace más urgente cuanta más cizaña encontramos en nuestro camino, cuando percibamos el efecto de esa mala levadura de la que habla el Señor.

Avivemos nuestra fe. El Pueblo de Dios –enseña el Concilio Vaticano II– ha de abarcar el mundo entero, reuniendo a todos los hombres dispersos, desorientados. Y para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Sacerdote y Rey nuestro15. Hoy podemos recordar el Salmo II, que proclama la realeza de Cristo, y pedimos a Dios Padre que sean muchas las almas en las que reine el Señor, muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la Iglesia, ya que también a Ella –como nos recuerda la Constitución Lumen gentium– le han sido dadas en heredad todas las naciones16.

1 Primera lectura. Año I, Gen 6, 5-8: 7 1-5.10. — 2 Hech 2, 40. — 3 San Agustín, De catechizandis rudibus, 18. 4 Ibídem, 27. — 5 M. Schmaus, Teología Dogmática, vol. IV, p. 77. — 6 Mt 28, 18-20. — 7 Cfr. Hech 10, 38. — 8 San Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra 4ª ed., Madrid 2001. 9 Enchiridion Indulgentiarum, 1986. Aliae concesiones, n. 39. — 10 Mc 8, 14-21. — 11 San Josemaría Escrivá, o. c., p. 55. — 12 Juan Pablo II. Homilía 7-XI-1982. — 13 Misal Romano, Ordinario de la Misa. Canon Romano. — 14 San Juan Leonardi, Cartas al Papa Pablo V para la reforma de la Iglesia. — 15 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13. — 16 Cfr. ibídem.

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jueves, 10 de febrero de 2011

ORACIÓN HUMILDE Y PERSEVERANTE

5ª semana. Jueves

ORACIÓN HUMILDE Y PERSEVERANTE

  • La curación de la hija de la mujer cananea. Condiciones de la verdadera oración.
  • Confianza de hijos y perseverancia en nuestras peticiones.
  • En la oración debemos pedir gracias sobrenaturales, y también bienes y ayudas materiales en la medida en que sean útiles a la salvación propia o del prójimo. Pedir para los demás. El Rosario, «arma poderosa».

I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa que llegó Jesús con sus discípulos a la región de Tiro y de Sidón1. Allí se acercó a ellos una mujer gentil, sirofenicia de origen, perteneciente a la primitiva población de Palestina. Se echó a sus pies y le pidió la curación de su hija, que estaba poseída por el demonio. Jesús no decía nada, y los discípulos, cansados de la insistencia de la mujer, le pedían que la despachara2. El Señor trata de explicar a la mujer que el Mesías ha de darse a conocer en primer lugar a los judíos, a los hijos. Y, con una expresión difícil de comprender sin ver sus gestos amables, le dijo: Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. La mujer no se sintió herida ni humillada, sino que insiste más, con profunda humildad: Señor, también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos. Ante tantas virtudes, Jesús, conmovido, no retrasó más el milagro que se le pedía, y la despidió así: Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija. Dios, que resiste a los soberbios, da su gracia a los humildes3; aquella mujer alcanzó lo que quería y se ganó el corazón del Maestro.

Es el ejemplo acabado para todos aquellos que se cansan de rezar porque creen que no son escuchados. En su oración se hallan resumidas las condiciones de toda petición: fe, humildad, perseverancia y confianza. El intenso amor que muestra hacia su hija poseída por el demonio debió de agradar mucho a Cristo. Quizá los Apóstoles se acordaron de esta mujer cuando oyeron más tarde la parábola de la viuda inoportuna4, que también consiguió lo que quería por su tozudez, por su insistencia.

Enseña Santo Tomás que la verdadera oración es infaliblemente eficaz, porque Dios, que nunca se vuelve atrás, ha decretado que así sea5. Y para que no dejáramos de pedir, el Señor nos mostró con ejemplos sencillos y claros, para que lo entendiéramos bien, que siempre y en todo lugar nuestras oraciones hechas con rectitud llegan hasta Él y las atiende: si entre vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra?; o si pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una serpiente?... ¡Cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos...!6. «Jamás Dios ha negado ni denegará nada a los que piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para mover el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, o por lo que se refiere a nuestras necesidades temporales»7.

Cuando pidamos algún don, hemos de pensar que somos hijos de Dios, y Él está infinitamente más atento hacia nosotros que el mejor padre de la tierra hacia su hijo más necesitado.

II. Dios ha previsto desde la eternidad todas las ayudas que precisamos y también los auxilios, las gracias que nos moverían a pedir, pues Él nos trata como a hijos libres y pide nuestra colaboración. Tanta necesidad tenemos de pedir para conseguir la ayuda de Dios, para obrar el bien, para perseverar, como precisa es la siembra para cosechar después el trigo8. Sin la siembra no hay espigas; sin petición no tendremos las gracias que debemos recibir. Y a medida que intensificamos la petición identificamos nuestra voluntad con la de Dios, que es Quien verdaderamente conoce nuestra penuria y escasez. Él nos hace esperar en ocasiones para disponernos mejor, para que deseemos esas gracias con más hondura y fervor; otras veces rectifica nuestra petición y nos concede lo que realmente necesitamos; finalmente, en otros momentos no nos concede lo que pedimos porque, sin darnos cuenta quizá, estamos pidiendo un mal que nuestra voluntad ha revestido con la apariencia de bien. Una madre no da a su hijo un afilado cuchillo que brilla y atrae y que la pequeña criatura desea con pasión. Y nosotros somos como hijos pequeños delante de Dios. Cuando pedimos algo que sería un mal, aunque tenga apariencia de bien, Dios hace como las buenas madres con sus hijos menores: nos da otras gracias que sí serán para nuestro provecho, aunque, por nuestras pocas luces, las deseemos menos. Nuestra oración ha de ser, pues, confiada, como quien pide a su padre, y serena, porque Dios sabe bien las necesidades que padecemos, mucho mejor que nosotros mismos.

La confianza nos mueve a pedir con constancia, con perseverancia, sin cejar, insistiendo una y otra vez, con la seguridad de que recibiremos mucho más y mejor de lo que hemos pedido. Debemos insistir como el amigo importuno a quien le faltaba pan y como la viuda indefensa que clamaba noche y día ante el juez inicuo. Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo aquel que pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abrirá9. La misma perseverancia en la petición aumenta la confianza y la amistad con Dios. «Y esta amistad que produce el ruego abre camino para una súplica más confiada aún (...), como si, introducidos en la intimidad divina por el primer ruego, pudiésemos implorar con mucha más confianza la siguiente vez. Por eso, en la petición dirigida a Dios, la constancia, la insistencia, nunca es inoportuna. Al contrario, agrada a Dios»10. Esta mujer cananea es un ejemplo, que debemos imitar, de constancia, aunque aparentemente el Señor no la escuchaba.

Al hablar de la eficacia de la oración, Jesús no hace restricciones: todo el que pide recibe, porque Dios es nuestro Padre. San Agustín enseña que nuestra oración no es escuchada a veces porque no somos buenos, porque nos falta limpieza en el corazón o rectitud en la intención, o bien porque pedimos mal, sin fe, sin perseverancia, sin humildad; o porque pedimos cosas malas, es decir, lo que no nos conviene, lo que puede hacernos daño o torcer nuestro caminar11. Es decir: la oración no es eficaz cuando no es verdadera oración. «Haz oración. ¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito?»12: En verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, si tenéis fe, os lo concederá13.

III. Líbranos, Señor, de todos los males y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación...14, reza el sacerdote en voz alta durante la Santa Misa. En la oración de petición podemos solicitar cosas para nosotros y para los demás; en primer lugar, los bienes y las gracias necesarias para el alma. Por muchas y urgentes que sean las limitaciones y privaciones materiales, tenemos siempre más necesidad de los bienes sobrenaturales: la gracia para servir a Dios y ser fieles, la santidad personal, ayudas para vencer en la lucha contra los propios defectos, para confesarnos bien, para prepararnos a la Sagrada Comunión... Pedimos los bienes temporales en la medida en que son útiles para la salvación y en la medida en que están subordinados a los primeros.

El Señor mismo nos enseñó a rogar: el pan nuestro de cada día dánosle hoy...; el primer milagro que hizo Jesús, por el que se manifestó a sus discípulos15, fue de carácter material. María aparece en Caná, donde, «manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene también un efecto de gracia: que Jesús, realizando el primero de sus “signos”, confirme a los discípulos en la fe en Él»16. Por la unidad de vida, todos los bienes de carácter material redundan, de algún modo, en la gloria de Dios. Aquel milagro de Caná, realizado por intercesión de María, nos anima y nos mueve a pedir también gracias de carácter temporal, que nos son necesarias o convenientes en la vida corriente: ayudas para salir adelante en un apuro económico, la curación de una enfermedad, superar un examen difícil para el que hemos estudiado... «Uno pide en la oración le conceda mujer para esposa según su deseo, otro pide una casa de campo, otro un vestido y otro pide se le den alimentos. Efectivamente, cuando hay necesidad de estas cosas debemos pedírselas a Dios Todopoderoso; pero debemos tener siempre presente en nuestra memoria el mandato de nuestro Redentor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y las demás cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 33)»17. No dediquemos lo mejor de nuestra oración a pedir solo las «añadiduras».

Al Señor le es muy grato que le solicitemos gracias y ayudas para los demás, y que encarguemos a otras personas que recen por nosotros y por nuestro apostolado: «“Reza por mí”, le pedí como hago siempre. Y me contestó asombrado: “¿pero es que le pasa algo?”.

»Hube de aclararle que a todos nos sucede o nos ocurre algo en cualquier instante; y le añadí que, cuando falta la oración, “pasan y pesan más cosas”»18. Y la oración las evita y alivia.

Nuestra oración debe estar llena de abandono en Dios y de profundo sentido sobrenatural, pues –decía Juan Pablo II– se trata de cumplir la obra de Dios, y no la nuestra. Se trata de cumplirla según su inspiración y no según nuestros propios sentimientos19. La Virgen Nuestra Señora enderezará todas las peticiones que no sean del todo rectas, para obtener siempre lo mejor. En el Santo Rosario tenemos un «arma poderosa»20 para alcanzar de Dios tantas ayudas como diariamente necesitamos, nosotros y aquellas personas por las que rogamos.

Te pedimos, Señor, que nosotros tus siervos gocemos siempre de salud de alma y cuerpo, y, por la intercesión de Santa María, la Virgen, líbranos de las tristezas de este mundo y concédenos las alegrías del cielo21.

1 Mc 7, 24-30. — 2 Mt 15, 23. — 3 1 Pdr 5, 5. 4 Lc 18, 3 ss. — 5 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 83, a. 2. 6 Cfr. Lc 11, 11-13. — 7 Santo Cura de Ars, Sermón para el Quinto Domingo después de Pascua. — 8 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 500. 9 Lc 11, 9-10. — 10 Santo Tomás, Compendio de Teología, II, 2. — 11 Cfr. San Agustín, Sobre el sermón del Señor en el Monte, II, 27, 73. 12 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 96. — 13 Jn 16, 23. — 14 Misal Romano, Ordinario de la Misa. — 15 Cfr. Jn 2, 11. 16 Pablo VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18. 17 San Gregorio Magno, Homilía 27 sobre los Evangelios. — 18 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 479. 19 Cfr. Juan Pablo II, A obispos franceses en visita «ad limina», 21-II-1987. — 20 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 558. — 21 Misal Romano, Misa votiva de la Virgen. Oración colecta.

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miércoles, 9 de febrero de 2011

LA DIGNIDAD DEL TRABAJO

5ª semana. Miércoles

LA DIGNIDAD DEL TRABAJO

  • El mandamiento divino del trabajo no es un castigo, sino una bendición; nos hace partícipes en el poder creador de Dios. El cansancio y la fatiga nos deben ayudar a ser corredentores con Cristo.
  • Prestigio profesional. La pereza, el gran enemigo del trabajo.
  • Virtudes del trabajo bien realizado.

I. Después de haber creado Dios la tierra y de haberla enriquecido con toda suerte de bienes, tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara1, es decir, para que lo trabajase. El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza2, quiso también que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos. De ninguna manera fue el trabajo un castigo sino, por el contrario, «dignidad de vida y un deber impuesto por el Creador, ya que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace participante de la creación y, por tanto, no solo es digno, sea el que sea, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana –terrena– y la perfección sobrenatural»3.

Este mandato divino existía ya antes de que nuestros primeros padres pecasen. El pecado original añadió al trabajo la fatiga y el cansancio, pero el trabajo en sí mismo sigue siendo noble, digno, por ser participación en el poder creador de Dios, aunque «ahora va acompañado de penalidades y de sufrimientos, de infertilidad y cansancio. Sigue siendo un don divino y una tarea que ha de ser realizada bajo condiciones penosas, lo mismo que el mundo sigue siendo el mundo de Dios, pero un mundo en el cual ya no se percibe con claridad la voz divina»4.

El trabajo es una bendición, un bien que corresponde a la dignidad del hombre y la aumenta5. «La Iglesia halla en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra»6.

El trabajo adquirió con Cristo, en sus años de vida oculta en Nazaret y en los tres años de ministerio público, un valor redentor. Con la Redención, los aspectos penosos del trabajo asumieron un valor santificador para quien lo ejerce y para toda la humanidad. El sudor y la fatiga, ofrecidos con amor, se vuelven tesoros de santidad, pues el trabajo hecho por amor a Dios es la participación humana, no solo en la obra de la Creación, sino también en la de la Redención. Toda labor comporta una parte de fatiga y de agobio que podemos ofrecer al Señor como expiación de las culpas humanas. Aceptar con humildad esa parte de esfuerzo, que incluso la mejor organización laboral no logra eliminar, significa colaborar en la purificación de nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestros sentimientos7. Examinemos hoy en la oración si nos quejamos con frecuencia en el trabajo: en la oficina, en el taller, en las tareas de la casa, en el estudio; veamos junto al Señor si ofrecemos la fatiga y el cansancio por fines noblemente ambiciosos; averigüemos si en estos aspectos menos agradables de todo trabajo encontramos la mortificación cristiana que nos purifica y que podemos ofrecer por otros.

II. El trabajo es un talento que recibe el hombre para hacerlo fructificar, y «es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad»8. Para el cristiano, además, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.

Para que «el hombre se haga más hombre»9 con el trabajo, para que sea medio y ocasión de amar a Cristo y de darle a conocer, son necesarias una serie de condiciones humanas: la diligencia en su cumplimiento, la constancia, la puntualidad..., el prestigio y la competencia profesional. Por el contrario, el escaso interés en lo que se realiza, la incompetencia, el absentismo laboral... son incompatibles con el sentido auténticamente cristiano de la vida. El trabajador negligente o desinteresado, en cualquier puesto que ocupe en la sociedad, ofende en primer lugar la propia dignidad de su persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada. Ofende a la sociedad en la que vive, pues de algún modo repercute en ella todo el mal y todo el bien de los individuos. El trabajo mal hecho, el realizado con desidia, con retraso y chapuzas, no solo es una falta o un pecado contra la virtud de la justicia, sino también contra la caridad, por el mal ejemplo y por las consecuencias que de esta actitud se derivan.

El gran enemigo del trabajo es la pereza, que se manifiesta de muchas maneras. No solo es perezoso el que deja pasar el tiempo sin hacer nada, sino también el que realiza muchas cosas pero rehúsa llevar a cabo su obligación concreta: escoge sus ocupaciones según el capricho del momento, las realiza sin energía, y las pequeñas dificultades son suficientes para que cambie de tarea. El perezoso suele ser amigo de «comienzos», pero su repugnancia ante el sacrificio que supone un trabajo continuo y profundo le impide poner las «últimas piedras», acabar bien lo que comenzó.

Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en los años de ejercicio de nuestra profesión u oficio. La madre de familia que se dedica a sus hijos debe saber llevar una casa, ser buena administradora de los recursos y de los bienes domésticos; tener la casa agradable, arreglada con gusto más que con lujo, para que toda la familia se encuentre bien; conocer el carácter de sus hijos y de su marido y saber, cuando llegue el caso, cómo plantearles aquellas cuestiones difíciles en las que pueden mejorar; ha de ser fuerte y, a la vez, dulce y sencilla. Deberá sacar adelante esa tarea con mentalidad profesional, ateniéndose a un horario fijo, no perdiendo el tiempo en conversaciones interminables, evitando encender la televisión a horas intempestivas... El estudiante, si quiere ser buen cristiano, ha de ser buen estudiante: asistiendo a clase, llevando las asignaturas al día, teniendo en orden los apuntes, aprendiendo a distribuir el tiempo que dedica a cada materia. Igualmente competentes han de ser el arquitecto, la secretaria, la modista, el empresario... «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales –enseña el Concilio Vaticano II–, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación»10; ha equivocado el camino en una materia esencial y se encuentra imposibilitado, si no cambia, para encontrar al Señor.

Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro ambiente por el trabajo bien hecho que realizamos.

III. El prestigio profesional se gana día a día, en un trabajo silencioso, cuidado hasta el detalle, hecho a conciencia, en la presencia de Dios, sin dar demasiada importancia a que sea visto o no por los hombres. Este prestigio en la propia profesión u oficio, en el estudio los estudiantes, tiene repercusiones inmediatas en los colegas y amigos: nuestra palabra que trata de acercarles a Dios tendrá peso y autoridad, y el ejemplo de trabajo competente les ayudará a mejorar en sus tareas profesionales. Se convierte la profesión en pedestal de Cristo, donde se le ve incluso de lejos.

Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: el espíritu de servicio amable y sacrificado, la sencillez y la humildad para enseñar sin darse importancia, la serenidad –para que la actividad intensa no se convierta en activismo–, el dejar la tarea y sus preocupaciones a un lado cuando ha llegado el momento de hacer un rato de oración o atender a la familia y escuchar a la mujer, al marido, a los hijos, a los padres, a los amigos...

El trabajo no debe llenar el día de tal manera que ocupe ese tiempo dedicado a Dios, a la familia, a los amigos... Sería un síntoma claro de que ya no nos estamos santificando, sino que nos estamos buscando en él a nosotros mismos. Sería otra forma de corrupción de ese «don divino». Esta deformación es quizá más peligrosa en nuestro tiempo, por las mismas exigencias desenfocadas en las que están fundamentados muchos trabajos. Nosotros, cristianos corrientes y sencillos en medio del mundo, no podemos olvidar nunca que debemos encontrar a Cristo cada día en medio y a través de nuestros quehaceres, cualesquiera que estos sean.

Acudamos a San José para que nos enseñe las virtudes fundamentales que debemos vivir en el ejercicio de nuestra profesión. «José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado. Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas»11. Cerca de José encontraremos a María.

1 Primera lectura. Año I. Gen 2, 15. — 2 Cfr. Gen 1, 27. — 3 San Josemaría Escrivá, Carta 31-V-1954. — 4 M. Schmaus, Teología Dogmática, Rialp, Madrid 1959, vol. II, p. 411. — 5 Cfr. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, I, 9. — 6 Ibídem, 4. — 7 Cfr. Card. Wyszinsky, El espíritu del trabajo, Rialp, Madrid 1958, p. 95. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 47. — 9 Cfr. Juan Pablo II, loc. cit. — 10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 43. — 11 San Josemaría Escrivá, loc. cit., 51.

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