lunes, 31 de mayo de 2010

LA VISITACION DE LA SANTISIMA VIRGEN

31 de mayo

LA VISITACION DE LA SANTISIMA VIRGEN

Fiesta

  • Servicio alegre a los demás.
  • Buscar a Jesús a través de María.
  • El Magnificat.

I. Venid, oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma1, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.

Poco después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a visitar a su pariente Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea, a cuatro o cinco jornadas de camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá2. La Virgen, al conocer por medio del ángel el estado de Isabel, movida por la caridad, se apresura a ir para ayudarla en las necesidades normales de la casa. Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en este sentido, e Isabel no ha solicitado su ayuda. María hubiera podido permanecer en su propia casa, para dedicarse a preparar la llegada de su Hijo, el Mesías. Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con gozo inefable, para prestar sus servicios sencillos a su prima3.

Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las palabras que leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta, hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén (...). El Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te salvará, se gozará sobre ti con alegría (...), se regocijará sobre ti con júbilo eterno4.

Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el deseo grande de comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha concebido un hijo..., le había indicado el ángel. Según este testimonio expreso, se trataba de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún modo con el Mesías que iba a venir5. Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Su saludo «fue eficaz en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con su lengua, mediante la profecía, hizo brotar en su prima, como de una fuente, un río de dones divinos (...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda colmado de alegría»6. Es este un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde los comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.

La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad7. Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero esto solo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: «la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»8. ¿«Llevamos» con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?

II. A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.

Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!

María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados –como en este caso– en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación –afirma el Concilio Vaticano II– se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte»9.

Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. «Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)»10, que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso –poder conocer, tratar y amar a Cristo– tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: «la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazareth ha respondido a este don»11. La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías, como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel12 y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.

III. El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; esta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica13. A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo. El Magnificat es «el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los tiempos»14.

En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso»15.

Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, «pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)»16. Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría –“Magnificat anima mea Dominum!” –y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo»17.

1 Antífona de entrada. Sal 65, 16. — 2 Lc 1, 39-56. — 3 Cfr. M. D. Philippe, Misterio de María, p. 142 . — 4 Sof 3, 14; 17-18. — 5 Cfr. F. M. Willam, Vida de María, p. 85. — 6 Pseudo Gregorio Taumaturgo, Homilía II sobre la Anunciación. — 7 Juan Pablo II, Homilía 31-V-1979. — 8 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 566. — 9 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 57-58. — 10 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144. — 11 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 12. — 12 Cfr. Ibídem, 13. — 13 Cfr. ídem., Homilía 31-V-1979. — 14 Pablo VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18. — 15 Conc. Vat. II. Const. Lumen gentium, 66. — 16 Juan Pablo II, Homilía 25-V-1979. — 17 San Josemaría Escrivá, Surco, 95.

Fiesta

La fiesta de hoy, establecida por Urbano VI en 1389, está situada entre la Anunciación del Señor y el nacimiento de Juan el Bautista, en armonía con el relato evangélico. Se conmemora la visita de Nuestra Señora a su pariente Isabel, ya entrada en años, para ayudarla en la espera de su maternidad, y al mismo tiempo compartir con ella el júbilo de las maravillas obradas por Dios en ambas. Esta fiesta de la Virgen con la que terminamos el mes a Ella dedicado, nos manifiesta su mediación, su espíritu de servicio y su profunda humildad. Nos enseña a llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos de ser siempre causa de alegría para los demás.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

domingo, 30 de mayo de 2010

LA SANTISIMA TRINIDAD

Domingo después de Pentecostés

LA SANTISIMA TRINIDAD

Solemnidad

  • Revelación del misterio trinitario.
  • El trato con cada una de las Personas divinas.
  • Oración a la Trinidad Beatísima.

I. Tibi laus, Tibi gloria, Tibi gratiarum actio... A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!1.

Después de haber renovado los misterios de la salvación –desde el Nacimiento de Cristo en Belén hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés–, la liturgia nos propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios.

Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor. Se nos enseña de muchas maneras que Dios, a diferencia del mundo, es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente): Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón -nos invita la liturgia- que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro2. Solo Tú, Señor.

El Antiguo Testamento proclama sobre todo la grandeza de Yahvé, único Dios, Creador y Señor de todo el Universo. Pero también se revela corno el pastor que busca a su rebaño, que cuida a los suyos con mimo y ternura, que perdona y olvida las frecuentes infidelidades del pueblo elegido... A la vez, se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo, que es anunciada por los Profetas, y la acción del Espíritu Santo, que lo vivifica todo.

Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo3. Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas4.

El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad.

Por ser el misterio central de la vida de la Iglesia, la Trinidad Beatísima es continuamente invocada en toda la liturgia. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados; al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

«-¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.

»-¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.

»-¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.

»Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo»5.

II. La vida divina –a cuya participación hemos sido llamados– es fecundísima. Eternamente el Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Esta generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo no es algo que aconteció en un momento determinado, dejando como fruto estable las Tres Divinas Personas: esas procedencias (los teólogos las llaman «procesiones») son eternas.

En el caso de las generaciones humanas, un padre engendra a un hijo, pero ese padre y ese hijo permanecen después del mismo acto de engendrar, incluso aunque muera uno de los dos. El hombre que es padre no solo es «padre»: antes y después de engendrar es «hombre». La esencia, sin embargo, de Dios Padre está en que todo su ser consiste en dar la vida al Hijo. Eso es lo que lo determina como Persona divina, distinta de las demás. En la vida natural, el hijo que es engendrado tiene otra realidad. Pero la esencia del Unigénito de Dios es precisamente ser Hijo6. Y es a través de Él, haciéndonos semejantes a Él, por un impulso constante del Espíritu Santo, como nosotros alcanzamos y crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido no un Espíritu de esclavitud para recaer en el temor; sino un Espíritu de adopción, que nos hace gritar: Abba! (¡Padre!). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo7.

La paternidad y la filiación humanas son algo que acontece a las personas, pero no expresan todo su ser. En Dios, la Paternidad, la Filiación y la Espiración constituyen todo el Ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo8.

Desde que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una «órbita» más cercana al Señor. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

»Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»9.

III. La Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado10. Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. «Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco»11, le decimos en la intimidad de nuestra alma.

«¡Oh, Dios mío, Trinidad Beatísima! Sacad de mi pobre ser el máximo rendimiento para vuestra gloria y haced de mí lo que queráis en el tiempo y en la eternidad. Que ya no ponga jamás el menor obstáculo voluntario a vuestra acción transformadora (...). Segundo por segundo, con intención siempre actual, quisiera ofreceros todo cuanto soy y tengo; y que mi pobre vida fuera en unión íntima con el Verbo Encarnado un sacrificio incesante de alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima (...).

»¡Oh, Dios mío, cómo quisiera glorificaros! ¡Oh, si a cambio de mi completa inmolación, o de cualquier otra condición, estuviera en mi mano incendiar el corazón de todas vuestras criaturas y la Creación entera en las llamas de vuestro amor, qué de corazón quisiera hacerlo! Que al menos mi pobre corazón os pertenezca por entero, que nada me reserve para mí ni para las criaturas, ni uno solo de sus latidos. Que ame inmensamente a todos mis hermanos, pero únicamente con Vos, por Vos y para Vos (...). Quisiera, sobre todo, amaros con el corazón de San José, con el Corazón Inmaculado de María, con el Corazón adorable de Jesús. Quisiera, finalmente, hundirme en ese Océano infinito, en ese Abismo de fuego que consume al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo y amaros con vuestro mismo infinito amor (...).

»¡Padre Eterno, Principio y Fin de todas las cosas! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Verbo Encarnado, y por Él, con Él y en Él, quiero repetiros sin cesar este grito arrancado de lo más hondo de mi alma: Padre, glorificad continuamente a vuestro Hijo, para que vuestro Hijo os glorifique en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos (Jn 17, 1).

»¡Oh, Jesús, que habéis dicho: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo (Mt 11, 27)!: “¡Mostradnos al Padre y esto nos basta!” (Jn 14, 8).

»Y Vos, ¡oh, Espíritu de Amor!, enseñadnos todas las cosas (Jn 14, 26) y formad con María en nosotros a Jesús (Gal 4, 19), hasta que seamos consumados en la unidad (Jn 17, 23) en el seno del Padre (Jn 1, 18). Amén»12.

1 Trisagio angélico. — 2 Primera lectura. Ciclo B. Dt 4, 39. — 3 Mt 11, 27. — 4 Evangelio de la Misa. Ciclo C. Jn 16, 12-15. — 5 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 2. — 6 Cfr. J. M. Pero-Sanz, El Símbolo atanasiano, Palabra, Madrid 1976, p. 51. — 7 Segunda lectura. Ciclo C, Rom 8, 14-17. — 8 Un cartujo, La Trinidad y la vida interior, Rialp, Madrid 1958, 2ª ed., pp. 45-47. — 9 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306-307. — 10 Segunda lectura. Ciclo C. Rom 5, 5. — 11 Santa Catalina de Siena, Diálogo, 167. — 12 Sor Isabel de la Trinidad, Elevación a la Santísima Trinidad, en Obras completas. Ed. Monte Carmelo, 4ª ed. Burgos 1985, pp. 757-758.

Solemnidad

La Iglesia celebra hoy el misterio central de nuestra fe, la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, el misterio inefable de la vida íntima de Dios. La liturgia de la Misa nos invita a tratar con intimidad a cada una de las Tres Divinas Personas: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. La fiesta fue establecida para todo Occidente en 1334 por el Papa Juan XXII, y quedó fijada para este domingo después de la venida del Espíritu Santo, el último de los misterios de nuestra salvación. Hoy podemos repetir muchas veces, despacio, con particular atención: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

sábado, 29 de mayo de 2010

DERECHO Y DEBER DE HACER APOSTOLADO

8ª semana. Sábado

DERECHO Y DEBER DE HACER APOSTOLADO

  • El derecho y el deber de todo fiel cristiano de hacer apostolado deriva de su unión con Cristo.
  • Rechazar las excusas que impidan «meternos» en la vida de los demás.
  • Jesús nos envía ahora como envió a sus discípulos de los comienzos.

I. Se acercaron a Jesús los sumos sacerdotes y los letrados mientras paseaba por los atrios del Templo y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante poder?1. Quizá porque no iban dispuestos a escuchar, el Señor acabará dejándoles sin respuesta.

Pero nosotros sabemos que Jesucristo es el soberano Señor del universo, y en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles... Todo ha sido creado por Él y para Él, y el mismo Cristo reconcilió a todos los seres consigo, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz2. Nada del universo ha quedado fuera de la soberanía y del influjo pacificador de Cristo. Se me ha dado todo poder... Tiene la plenitud de la potestad en los cielos y en la tierra: también para evangelizar y llevar a la salvación a cada pueblo y a cada hombre.

Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el Cielo, para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su reino, reino de verdad y de vida, reino de santidad, reino de justicia y de paz3: «somos Cristo que pasa por el camino de los hombres del mundo»4, y de Él debemos aprender a servir y a ayudar a todos, metidos en el entramado de la sociedad. Para poner la vida al servicio de los demás, los fieles laicos no necesitan otro título que el de la vocación de cristianos, recibida en el Bautismo. Ya es suficiente motivo. «El deber y el derecho del laico al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado»5. De Él viene el encargo y la misión.

Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás, porque en todos nosotros corre la misma vida de Cristo. Y si un miembro cae enfermo, o se encuentra débil, o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos del cuerpo, ya que «todos los hombres son uno en Cristo»6. Todos, tan distintos, nos unimos en Cristo, y la caridad se hace entonces condición de vida. El derecho a influir en la vida de los demás se torna deber gozoso para cada cristiano, sin que nadie quede excluido, por muy particular que sea su situación en la vida. Él, Jesús, «no nos pide permiso para “complicarnos la vida”. Se mete y... ¡ya está!»7. Y quienes queremos ser sus discípulos debemos hacer eso mismo con los que nos acompañan en el caminar. Hemos de aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprenderemos a suscitar otras que nos den ocasión de acercar esas almas al Señor: sugiriéndoles la lectura de un buen libro, dándoles un consejo, hablándoles claramente de la necesidad de acudir al sacramento de la Confesión, prestándoles un pequeño servicio.

II. En algún momento quienes están a nuestro alrededor podrían decirnos también: ¿con qué derecho te metes en la vida de los demás?, ¿quién te ha dado permiso para hablar de Cristo, de su doctrina, de sus amables exigencias? O quizá somos nosotros mismos quienes podemos sentir la tentación de preguntarnos: «¿quién me manda a mí meterme en esto?». Entonces, «habría de contestarte: te lo manda –te lo pide– el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril»8. La Iglesia nos anima y nos impulsa a dar a conocer a Cristo, sin disculpas ni pretextos, con alegría, en todas las edades de la vida. «Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo su apostolado personal entre sus propios compañeros (...). También los niños tienen su propia actividad apostólica. Según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros»9. Los jóvenes, los niños, los ancianos, los enfermos, quienes se encuentran sin trabajo o con una tarea floreciente..., todos debemos ser apóstoles que dan a conocer a Cristo con el testimonio de su ejemplo y con su palabra. ¡Qué buenos altavoces tendría Dios en medio del mundo! Él nos dice a todos: Id al mundo entero y predicad el Evangelio...10. ¡Nos envía el Señor!

El amor a Cristo nos lleva al amor al prójimo; la vocación que hemos recibido nos impulsa a pensar en los demás, a no temer los sacrificios que lleva consigo un amor con obras, pues «no hay señal ni marca que así distinga al cristiano y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas»11. Por eso, el afán de dar a conocer al Maestro es el indicador que señala la sinceridad de vida del discípulo y la firmeza de su seguimiento. Si alguna vez advirtiéramos que no nos preocupa la salvación de las almas, que su lejanía de Dios nos deja indiferentes, que sus necesidades espirituales no provocan una reacción en nuestra alma, sería señal de que nuestra caridad se ha enfriado, pues no da calor a quienes están a nuestro lado. No es el apostolado algo añadido o superpuesto a la actividad normal del cristiano; es su misma vida cristiana, que tiene como manifestación natural el interés apostólico por familiares, colegas, amigos...

III. ¿Con qué autoridad haces esto?..., le preguntaban aquellos fariseos a Jesús. No es este el momento oportuno para revelar de dónde proviene su potestad. Más tarde dará a conocer a sus discípulos su origen: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra12. La autoridad de Jesús no proviene de los hombres, sino de haber sido constituido por Dios Padre «heredero universal de todas las cosas (cfr. Heb 1, 2), para ser Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del Pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios»13.

De ese poder participa la Iglesia entera y cada uno de sus miembros. A todos los cristianos compete esta tarea de proseguir en el mundo la obra de Cristo, pero de modo especial a aquellos que, además de la vocación recibida en el Bautismo, han recibido una particular llamada del Señor para seguirle más de cerca. Jesús nos apremia, pues «los hombres son llamados a la vida eterna. Son llamados a la salvación. ¿Tenéis conciencia de esto? ¿Tenéis conciencia (...) de que todos los hombres están llamados a vivir con Dios, y que, sin Él, pierden la clave del “misterio” de sí mismos?

»Esta llamada a la salvación nos la trae Cristo. Él tiene para el hombre palabras de vida eterna (Jn 6, 68); y se dirige al hombre concreto que vive en la tierra. Se dirige particularmente al hombre que sufre, en el cuerpo o en el alma»14.

Jesús nos envía como a aquellos discípulos a quienes hace ir a la aldea vecina en busca de un borrico que se encontraba atado y en el que todavía no había montado nadie. Les manda que lo desaten y se lo lleven, pues había de ser la cabalgadura en la que entraría triunfante en Jerusalén. Y les encargó que si alguno les preguntaba qué hacían con él, le dijeran que el Señor lo necesitaba15. Actúan para el Señor y en su nombre. No lo hacen por cuenta propia, ni para obtener ellos ningún beneficio personal. Fueron aquellos dos y, efectivamente, encontraron el borrico como les había dicho el Señor. Al desatarlo, sus dueños les dijeron: ¿Por qué desatáis el borrico? Ellos contestaron: Porque el Señor lo necesita16, y aquellos discípulos, de quienes no sabemos los nombres pero que serían amigos fieles del Maestro, cumplieron el encargo y realizaron lo que se ha de hacer en todo apostolado: Se lo llevaron a Jesús17. Al explicar San Ambrosio este pasaje, pone de manifiesto tres cosas: el mandato de Jesús, el poder divino con que se lleva a cabo, y el modo ejemplar de vida y de intimidad con el Maestro de quienes realizan el encargo18. Y a este comentario añade San Josemaría Escrivá: «¡Qué admirablemente se acomodan a los hijos de Dios estas palabras de San Ambrosio! Habla del borrico atado con el asna, que necesitaba Jesús, para su triunfo, y comenta: “solo una orden del Señor podía desatarlo. Lo soltaron las manos de los Apóstoles. Para un hecho semejante, se requieren un modo de vivir y una gracia especial. Sé tú también apóstol, para poder librar a los que están cautivos”.

»—Déjame que te glose de nuevo este texto: ¡cuántas veces, por mandato de Jesús, habremos de soltar las ligaduras de las almas, porque Él las necesita para su triunfo! Que sean de apóstol nuestras manos, y nuestras acciones, y nuestra vida... Entonces Dios nos dará también gracia de apóstol, para romper los hierros de los encadenados»19, de tantos como siguen atados mientras el Señor espera.

1 Mc 11, 27-33. — 2 Cfr. Col 1, 17-20. — 3 Misal Romano, Prefacio de Cristo Rey. — 4 San Josemaría Escrivá, Carta 8-XII-1941. — 5 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. — 6 San Agustín, Comentario al salmo 39. — 7 Cfr. San Josemaría Escrivá, Forja, n. 902. — 8 ídem, Amigos de Dios, 272. — 9 Conc. Vat. II, loc. cit., 12. — 10 Cfr. Mc 16, 15. — 11 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre lo incomprehensible, 6, 3. — 12 Mt 28, 19. — 13 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13. — 14 Juan Pablo II, Homilía en Lisboa, 14-V-1982. — 15 Cfr. Lc 19, 29-31. — 16 Lc 19, 33-34. — 17 Lc 19, 35. — 18 Cfr. San Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc. — 19 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 672.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

viernes, 28 de mayo de 2010

OBRAS SON AMORES: APOSTOLADO

8ª semana. Viernes

OBRAS SON AMORES: APOSTOLADO

  • Maldición de la higuera que solo tenía hojas. Todo tiempo, toda circunstancia, deben ser buenos para dar frutos de santidad y de apostolado.
  • Obras son amores y no buenas razones. La vida interior se expresa en realidades concretas.
  • El amor a Dios se manifiesta en un apostolado alegre y lleno de iniciativas.

I. Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros, y sintió hambre, según nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa1. Es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la Santísima Humanidad de Cristo, que quiso estar muy próximo a nosotros y participar de las limitaciones y necesidades de la naturaleza humana para que aprendamos nosotros a santificarlas. El Evangelista nos indica que vio Jesús una higuera alejada del camino y se acercó a ella por si encontraba algo que comer, pero no halló más que hojas, pues no era tiempo de higos. La maldijo el Señor: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Volvieron de nuevo aquel día, ya tarde, de Jerusalén a Betania; probablemente Jesús se hospedaba en casa de aquella familia amiga donde era siempre bien recibido: la casa de Lázaro, de Marta y de María. Y a la mañana siguiente, cuando se dirigían a la ciudad santa, todos vieron que la higuera se había secado de raíz.

Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló más que prácticas exteriores sin vida, hojarasca sin valor. También aprendieron los Apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, igual en situaciones en que se nos acumulan muchos quehaceres como cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica si el Señor la permite y en la abundancia... Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido. En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. «También tú –comenta San Beda– debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad»2. Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida. ¿Procuramos dar fruto ahora, en el momento, edad y circunstancias en los que nos encontramos? ¿Esperamos situaciones más favorables para llevar a nuestros amigos a Dios?

II. Las palabras de Jesús son fuertes: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Jesús maldice esta higuera porque solamente encontró en ella hojas, apariencia de fecundidad, follaje. Realiza un gesto llamativo para que quede bien grabada la enseñanza en el alma de sus discípulos y en la nuestra. La vida interior del cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que aprovechan a los demás. «Se ha puesto de relieve muchas veces –recuerda San Josemaría Escrivá– el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras.

»Obras son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche –locuela divina– que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús con el corazón: te amo más que estas.

»¡Hay que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1 Jn 4, 18), con audacia, sin timideces...

»No olvidéis que, si se quiere, todo sale: Deus non denegat gratiam; Dios no niega su ayuda, al que hace lo que puede»3. Es cuestión de vivir de fe y de poner los medios que estén a nuestro alcance en cada circunstancia; no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales, que es posible que nunca se presenten, para hacer apostolado; no aguardar a tener todos los medios humanos para ponerse a actuar cara a Dios, sino manifestar con hechos el amor que llevamos en el corazón. Veremos con agradecimiento y con admiración cómo el Señor multiplica y hace fructificar nuestras siempre escasas fuerzas en relación a lo que Él nos pide.

Si es auténtica, nuestra vida interior –el trato con Dios en la oración y en los sacramentos– se traduce necesariamente en realidades concretas: apostolado a través de la amistad y de los vínculos familiares; obras de misericordia espirituales, o materiales, según las circunstancias: enseñar al que no sabe (dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno al que vacila o está desorientado...), colaborar en empresas de educación que imparten una visión cristiana de la vida, hacer compañía y dar consuelo a esos enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...

Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe expresar –de modo continuo– en obras de misericordia, en realidades de apostolado. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra intimidad con Cristo es lógico que mejoren nuestro trabajo, el carácter, la disponibilidad para la mortificación, el modo de tratar a quienes tenemos cerca en nuestro vivir diario, las virtudes de la convivencia: la comprensión, la cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad... Son frutos que el Señor espera hallar cuando se acerca cada día a nuestra vida corriente. El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.

III. Jesús no encontró más que hojas... No existen frutos duraderos en el cristiano cuando por falta de vida interior, de estar metido en Dios y de considerar en su presencia la tarea apostólica, se da lugar al activismo (hacer, moverse... sin estar respaldados por una honda vida de oración), que a la postre resulta estéril, ineficaz, y es síntoma frecuentemente de falta de rectitud de intención. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición, del afán de figurar, que se puede meter en todo lo que el hombre realiza, hasta en lo de apariencia más elevada. Con razón se ha puesto de relieve el peligro del activismo: obras en sí buenas, pero sin vida interior que las apoye. San Bernardo, y después de él muchos autores, llamaba a esas obras ocupaciones malditas4.

Pero también la falta de frutos verdaderos en el apostolado se puede dar por pasividad, por falta de un amor con obras. Y si el activismo es malo y estéril, la pasividad es funesta, pues el cristiano puede engañarse a sí mismo, creyendo que ama a Dios porque realiza actos de piedad: es verdad que los hace, pero no acabadamente, porque no mueven a hacer el bien. Estas prácticas piadosas sin frutos serían la hojarasca vacía y estéril, porque la verdadera vida interior lleva a un apostolado intenso, en cualquier situación y ambiente, a actuar con valentía, con audacia, con iniciativas, echando fuera los respetos humanos, «con alegría de vivir», con la fuerza que imprime un amor siempre joven. Hoy, mientras hablamos con el Señor en este rato de oración, podemos examinar si hay frutos en nuestra vida, ahora, en el presente. ¿Tengo iniciativas como sobreabundancia de mi vida interior, de mi oración, o pienso, por el contrario, que en mi ambiente –en la facultad, en la fábrica, en la oficina...– nada puedo hacer, que no es posible ya obtener más frutos para Dios? ¿Me comprometo y ayudo eficazmente en empresas apostólicas..., o «solo rezo»? ¿Me justifico diciéndome que entre el trabajo, la familia, la dedicación a las prácticas de piedad, «no tengo tiempo»? Entonces lo normal será que el trabajo, la vida de familia... tampoco sean ocasión de apostolado.

Obras son amores... El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. Y si el Señor nos encontrara pasivos, contentándonos con unas prácticas de piedad sin manifestación apostólica llena de alegría y de constancia, quizá podría decirnos en la intimidad de nuestro corazón: más obras... y menos «buenas razones». Son muchas las ocasiones a lo largo de un día para –de mil formas diferentes– dar a conocer a Cristo, si nuestro amor es verdadero. La vida interior sin un profundo afán apostólico se va empequeñeciendo y muere; se queda en mera apariencia. A la mañana siguiente, al pasar -anota el Evangelista-, los Apóstoles vieron que la higuera se había secado de raíz, completamente. Es la imagen expresiva de aquellos que por comodidad, por pereza, por falta de espíritu de sacrificio, no dan esos frutos que el Señor espera. Una vida apostólica, como ha de ser la de todo cristiano, es lo opuesto a esta higuera seca: es vida, iniciativa, entusiasmo por la tarea apostólica, amor hecho obras, alegría, actividad quizá callada pero constante...

Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor –que se acerca a nosotros con hambre y sed de almas– frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio alegre. En la dirección espiritual nos pueden ayudar a distinguir lo que haya en cada uno de nosotros de activismo (dónde tenemos que rezar más) y lo que haya de falta de iniciativa (dónde tenemos que «movernos» más). La Virgen, Nuestra Señora, nos enseñará a reaccionar para que jamás la vida interior, nuestro deseo de amar a Dios, se convierta en hojarasca vacía y sin valor.

1 Mc 11, 11-26. — 2 San Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc. 3 San Josemaría Escrivá, Carta 6-V-1945, n. 44. — 4 Cfr. J. D. Chautard, El alma de todo apostolado, Palabra, Madrid 1976, pp. 130-131.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

jueves, 27 de mayo de 2010

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Jueves después de Pentecostés

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE - Memoria

  • Jesús supremo Sacerdote para siempre.
  • Alma sacerdotal de todos los cristianos. La dignidad del sacerdocio.
  • El sacerdote, instrumento de unidad.

I. El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec1.

La Epístola a los Hebreos define con exactitud al sacerdote cuando dice que es un hombre escogido entre los hombres, y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados2. Por eso, el sacerdote, mediador entre Dios y los hombres, está íntimamente ligado al Sacrificio que ofrece, pues este es el principal acto de culto en el que se expresa la adoración que la criatura tributa a su Creador.

En el Antiguo Testamento, los sacrificios eran ofrendas que se hacían a Dios en reconocimiento de su soberanía y en agradecimiento por los dones recibidos, mediante la destrucción total o parcial de la víctima sobre un altar. Eran símbolo e imagen del auténtico sacrificio que Jesucristo, llegada la plenitud de los tiempos, habría de ofrecer en el Calvario. Allí, constituido Sumo Sacerdote para siempre, Jesús se ofreció a Sí mismo como Víctima gratísima a Dios, de valor infinito: quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar3. En el Calvario, Jesús, Sumo Sacerdote, hizo la ofrenda de alabanza y acción de gracias más grata a Dios que puede concebirse. Fue tan perfecto este Sacrificio de Cristo que no puede pensarse otro mayor4. A la vez, fue una ofrenda de carácter expiatorio y propiciatorio por nuestros pecados. Una gota de la Sangre derramada por Cristo hubiera bastado para redimir todos los pecados de la humanidad de todos los tiempos. En la Cruz, la petición de Cristo por sus hermanos los hombres fue escuchada con sumo agrado por el Padre, y ahora continúa en el Cielo siempre vivo para interceder por nosotros5. «Jesucristo en verdad es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para sí, al ofre»6. Este es hoy nuestro propósito.

II. De la misión redentora de Cristo Sacerdote participa toda la Iglesia, «y su cumplimiento se encomienda a todos los miembros del Pueblo de Dios que, por los sacramentos de iniciación, se hacen partícipes del sacerdocio de Cristo para ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y dar testimonio de Jesucristo ante los hombres»7. Todos los fieles laicos participan de este sacerdocio de Cristo, aunque de un modo esencialmente diferente, y no solo de grado, que los presbíteros. Con alma verdaderamente sacerdotal, santifican el mundo a través de sus tareas seculares, realizadas con perfección humana, y buscan en todo la gloria de Dios: la madre de familia sacando adelante sus tareas del hogar, el militar dando ejemplo de amor a la patria a través principalmente de las virtudes castrenses, el empresario haciendo progresar la empresa y viviendo la justicia social... Todos, reparando por los pecados que cada día se cometen en el mundo, ofreciendo en la Santa Misa sus vidas y sus trabajos diarios.

Los sacerdotes –Obispos y presbíteros– han sido llamados expresamente por Dios, «no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían servir si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos»8. El sacerdote ha sido entresacado de entre los hombres para ser investido de una dignidad que causa asombro a los mismos ángeles, y nuevamente devuelto a los hombres para servirles especialmente en lo que mira a Dios, con una misión peculiar y única de salvación. El sacerdote hace en muchas circunstancias las veces de Cristo en la tierra: tiene los poderes de Cristo para perdonar los pecados, enseña el camino del Cielo..., y sobre todo presta su voz y sus manos a Cristo en el momento sublime de la Santa Misa: en el Sacrificio del Altar consagra in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. No hay dignidad comparable a la del sacerdote. «Solo la divina maternidad de María supera este divino ministerio»9.

El sacerdocio es un don inmenso que Jesucristo ha dado a su Iglesia. El sacerdote es «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas –más que Ella solo Dios– trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura»10.

Hoy es un día para agradecer a Jesús un don tan grande. ¡Gracias, Señor, por las llamadas al sacerdocio que cada día diriges a los hombres! Y hacemos el propósito de tratarlos con más amor, con más reverencia, viendo en ellos a Cristo que pasa, que nos trae los dones más preciados que un hombre puede desear. Nos trae la vida eterna.

III. San Juan Crisóstomo, bien consciente de la dignidad y de la responsabilidad de los sacerdotes, se resistió al principio a ser ordenado, y se justificaba con estas palabras: «Si el capitán de un gran navío, lleno de remeros y cargado de preciosas mercancías, me hiciera sentar junto al timón y me mandara atravesar el mar Egeo o el Tirreno, yo me resistiría a la primera indicación. Y si alguien me preguntara por qué, respondería inmediatamente: porque no quiero echar a pique el navío»11. Pero, como comprendió bien el Santo, Cristo está siempre muy cerca del sacerdote, cerca de la nave. Además, Él ha querido que los sacerdotes se vean amparados continuamente por el aprecio y la oración de todos los fieles de la Iglesia: «Ámenlos con filial cariño, como a sus pastores y padres –insiste el Concilio Vaticano II–; participando de sus solicitudes, ayuden en lo posible, por la oración y de obra, a sus presbíteros, a fin de que estos puedan superar mejor sus dificultades y cumplir más fructuosamente sus deberes»12: para que sean siempre ejemplares y basen su eficacia en la oración, para que celebren la Santa Misa con mucho amor y cuiden de las cosas santas de Dios con el esmero y respeto que merecen, para que visiten a los enfermos y cuiden con empeño de la catequesis, para que conserven siempre esa alegría que nace de la entrega y que tanto ayuda incluso a los más alejados del Señor...

Hoy es un día en el que podemos pedir más especialmente para que los sacerdotes estén siempre abiertos a todos y desprendidos de sí mismos, «pues el sacerdote no se pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes y amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal es lo que ha de respirar. Los mismos pensamientos, voluntad, sentimientos, no son suyos, sino de Cristo, su vida»13.

El sacerdote es instrumento de unidad. El deseo del Señor es ut omnes unum sint14, que todos sean uno. Él mismo señaló que todo reino dividido contra sí será desolado y que no hay ciudad ni hogar que subsista si se pierde la unidad. Los sacerdotes deben ser solícitos en conservar la unidad15, y esta exhortación de San Pablo «se refiere, sobre todo, a los que han sido investidos del Orden sagrado para continuar la misión de Cristo»16. Es el sacerdote el que principalmente debe velar por la concordia entre los hermanos, el que vigila para que la unidad en la fe sea más fuerte que los antagonismos provocados por diferencias de ideas en cosas accidentales y terrenas17. Al sacerdote corresponde, con su ejemplo y su palabra, mantener entre sus hermanos la conciencia de que ninguna cosa humana es tan importante como para destruir la maravillosa realidad del cor unum et anima una18 que vivieron los primeros cristianos y que hemos de vivir nosotros. Esta misión de unidad la podrá lograr con más facilidad si está abierto a todos, si es apreciado por sus hermanos. «Pide para los sacerdotes, los de ahora y los que vendrán, que amen de verdad, cada día más y sin discriminaciones, a sus hermanos los hombres, y que sepan hacerse querer de ellos»19.

El Papa Juan Pablo II, dirigiéndose a todos los sacerdotes del mundo, les exhortaba con estas palabras: «Al celebrar la Eucaristía en tantos altares del mundo, agradecemos al eterno Sacerdote el don que nos ha dado en el sacramento del Sacerdocio. Y que en esta acción de gracias se puedan escuchar las palabras puestas por el evangelista en boca de María con ocasión de la visita a su prima Isabel: Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre (Lc 1, 49). Demos también gracias a María por el inefable don del Sacerdocio por el cual podemos servir en la Iglesia a cada hombre. ¡Que el agradecimiento despierte también nuestro celo (...)!

»Demos gracias incesantemente por esto; con toda nuestra vida; con todo aquello de que somos capaces. Juntos demos gracias a María, Madre de los sacerdotes. ¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? La copa de salvación levantaré e invocaré el nombre del Señor (Sal 115, 12-13)»20.

1 Antífona de entrada. Sal 109, 4. — 2 Heb 5, 1. — 3 Misal Romano, Prefacio pascual V. — 4 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 48, a. 3. — 5 Heb 7, 25. — 6 Pío XII, Enc. Mediator Dei, 20-II-1947, 22. — 7 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, p. 39. — 8 Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 3. — 9 R. Garrigou-Lagrange, La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote y Víctima, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, p. 173. — 10 San Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, pp. 71-72. — 11 San Juan Crisóstomo, Tratado sobre el sacerdocio, III, 7. — 12 Conc. Vat. II, loc. cit., 9. — 13 Pío XII, Discurso póstumo, cit. por Juan XXIII en Sacerdotii Nostri primordia, 4-VIII-1959. — 14 Jn 17, 21. — 15 Ef 4, 3. — 16 Conc. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 7. — 17 Cfr. F. Suárez, El sacerdote y su ministerio, Rialp, Madrid 1969, pp. 24-25. — 18 Hech 4, 32. — 19 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 964. — 20 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, 25-III-1988.

Memoria

De la misión redentora de Cristo Sacerdote participa toda la Iglesia. A través de los sacramentos de la iniciación cristiana los fieles laicos participan de este sacerdocio de Cristo y quedan capacitados para santificar el mundo a través de sus tareas seculares. Los presbíteros, de un modo esencialmente diferente y no solo de grado, participan del sacerdocio de Cristo y son constituidos mediadores entre Dios y los hombres, especialmente a través del Sacrificio de la Misa, que realizan in Persona Christi. Hoy es un día en el que de modo particular debemos pedir por todos los sacerdotes.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

miércoles, 26 de mayo de 2010

APRENDER A SERVIR

8ª semana. Miércoles

APRENDER A SERVIR

  • El ejemplo de Cristo. Servir es reinar.
  • Distintos servicios que podemos prestar a la Iglesia, a la sociedad, a quienes están a nuestro lado.
  • Servir con alegría siendo competentes en la propia profesión.

I. El Evangelio de la Misa1 recoge la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado, probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia; por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos. Es un nuevo señorío, una nueva manera de «ser grande»; y el Señor les muestra el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.

La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos2: esta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo3; y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos4.

Pero el Señor no solo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a los hombres, imitando al Maestro. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio»5, virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la familia, de los amigos, de la sociedad.

II. La vida de Jesús es un incansable servicio –incluso material– a los hombres: los atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado?

La última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido6. Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. «De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.

»Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres»7. Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina»8.

El ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no solo como un medio de ganar lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan, lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.

La meditación frecuente de las palabras del Señor –no he venido a ser servido, sino a servir– nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos –a veces más necesarios–: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños servicios –en los que procuramos adelantarnos– son también un ejercicio constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para crecer en la vida de unión con Dios, si los hacemos por Él. El Señor nos llama con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos, y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura humana que apenas se advierten, y que no piden ser recompensadas.

III. No imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos: Servid al Señor con alegría9, nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavar los pies a sus discípulos, afirma: si aprendéis esto, seréis dichosos si lo practicáis10. Esta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca motivos –a veces muy pequeños– para darse a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, «hazlo con especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia»11. Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: «¡Jesús, que haga buena cara!»12.

Para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: «para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección»13.

La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarlas sin esperar nada a cambio, con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece. Y, en todo caso, recordemos que Cristo es «buen pagador» y que, cuando le imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.

Examinemos hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad, de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar. Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista exclusivamente humano.

Acudimos a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad..., con aquellas que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y a María. Así nos será fácil servirles.

1 Mc 10, 32-42. — 2 Cfr. Jn 15,13. — 3 1 Pdr 5, 1-3. — 4 Cfr. 1 Cor 9, 19. — 5 Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21. — 6 Jn 13, 4-5. — 7 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 103. 8 ídem, Carta 9-I-1932. — 9 Sal 99, 2. — 10 Jn 13, 17. — 11 J. Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad, 32. — 12 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 626. 13 ídem, Es Cristo que pasa, 50.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

martes, 25 de mayo de 2010

GENEROSIDAD Y DESPRENDIMIENTO

8ª semana. Martes

GENEROSIDAD Y DESPRENDIMIENTO

  • Necesidad de un desasimiento efectivo de los bienes materiales para seguir a Cristo.
  • Jesús es infinitamente generoso en su recompensa a quienes le siguen.
  • Siempre vale la pena seguir a Cristo. El ciento por uno aquí en la tierra y la vida eterna junto a Dios en el Cielo.

I. Después del encuentro con el joven rico que considerábamos ayer, Jesús y sus discípulos emprendieron de nuevo el camino hacia Jerusalén. En todos había quedado grabada la triste despedida de este adolescente que estaba muy apegado a sus posesiones, y las fuertes palabras de Jesús hacia aquellos que por un desordenado amor a los bienes de la tierra no son capaces –no quieren– de seguirle. Ahora, ya en el camino, probablemente para romper el silencio que ha provocado la escena anterior, Pedro dice a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido1. San Mateo recogió con toda claridad el sentido de las palabras de Pedro: ¿qué recompensa tendremos?2. ¿Qué vamos a recibir?

San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio de la Misa de hoy, nos interpela con estas palabras: «Te pregunto a ti, alma cristiana. Si se te dijese lo que a aquel rico: Vete, vende también tú todas las cosas y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sigue a Cristo, ¿te irías triste como él?»3.

Nosotros, como los Apóstoles, hemos dejado lo que el Señor nos ha ido pidiendo, cada uno según su vocación, y tenemos el firme empeño de romper cualquier atadura que nos impida correr hasta Cristo y seguirle. Hoy podemos renovar el propósito de poner al Señor como centro de la propia existencia con un desasimiento efectivo, con hechos, de lo que tenemos y usamos para que, como San Pablo, podamos decir: Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo4. Ciertamente, «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para este son basuras las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni siquiera que pueda ponerse en su presencia»5. Ninguna cosa tiene valor en comparación con Cristo.

Nosotros lo hemos dejado todo... «¿Qué has dejado, Pedro? Una navichuela y una red. Él, sin embargo, podría responderme: He dejado todo el mundo, ya que nada he guardado para mí (...). Lo abandonaron todo (...) y siguieron a quien hizo el mundo, y creyeron en sus promesas»6, como queremos hacer nosotros. Podemos decir que lo hemos dejado todo cuando nada se interpone en nuestro amor a Cristo. El Señor exige –lo hemos considerado repetidamente, porque es un punto esencial para seguirle– la virtud de la pobreza a todos sus discípulos, de cualquier tiempo y en cualquier situación en la que los hayan colocado las circunstancias de la vida; también pide la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes materiales, y ello incluye «mucha generosidad, innumerables sacrificios y un esfuerzo sin descanso»7, llega a decir Pablo VI; para ello es necesario aprender a vivir de modo práctico esta virtud en la vida corriente de todos los días: a la hora de ahorrar gastos inútiles evitando los caprichos personales, en el aprovechamiento del tiempo, al vivir la virtud de la generosidad en las cosas de Dios; igualmente, en el sostenimiento de obras buenas, en el cuidado de la ropa, de los muebles, de los utensilios del hogar...

También a quienes han recibido en medio del mundo y en el ejercicio de su profesión una llamada más específica al apostolado –como aquellos Doce– les puede pedir el Señor un desprendimiento total de bienes, riquezas, tiempo, familia, etc., en razón de una más plena disponibilidad en servicio de la Iglesia y de las almas.

II. Lo hemos dejado todo... Cuántas veces hemos experimentado, al responder con nueva generosidad ante las exigencias de la vocación cristiana, que el desprendimiento efectivo de los bienes lleva consigo la liberación de un peso considerable: como el soldado que se despoja de su impedimenta al entrar en combate para estar más ágil de movimientos. Saboreamos así, en el servicio de Dios, un señorío sobre las cosas que nos rodean: ya no se es esclavo de ellas y se vive con gozo aquello a lo que aludía San Pablo: estamos en el mundo como quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos8. El corazón del cristiano que de esta manera se ha despojado del egoísmo se llena más fácilmente de la caridad, y con ella todas las cosas son suyas: Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios9.

Pedro recuerda a Jesús que, a diferencia del joven que acaban de dejar, ellos lo abandonaron todo por Él. Simón no mira atrás, pero parece tener necesidad de unas palabras del Maestro que les reafirme en que han salido ganando en el cambio, que vale la pena estar junto a Él, aunque no posean nada. El Apóstol se manifiesta muy humano, pero su pregunta expresa a la vez la confianza que le unía al Señor. Jesús se llenó de ternura ante aquellos que, a pesar de sus defectos, le seguían con fidelidad: En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna... «¡A ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!»10. No se queda corto Jesús. Ni un vaso de agua fría –una limosna, un servicio, cualquier buena acción– dado por Cristo quedará sin su recompensa11. Seamos sinceros al examinar cómo vivimos el desprendimiento, la pobreza: ¿podemos afirmar ante Dios que lo hemos dejado todo?

Si es así, Jesús no dejará de confirmarnos en el camino. Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de las acciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de día tras día por puro amor? Quien multiplicó panes y peces para una multitud que le sigue unas jornadas, quizá sin mucha rectitud de intención, ¿qué no hará por los que hayan dejado todo para seguirle siempre? Si estos que van en pos de Él tuvieran necesidad de una ayuda particular para seguir adelante, ¿cómo podrá olvidarse Jesús?, ¿qué nos negará nuestro Padre Dios cuando acudimos a Él ante la falta de medios? «Solo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?»12.

Las palabras de Cristo dieron seguridad a quienes le acompañaban aquel día camino de Jerusalén, y a cuantos a través de los siglos, después de haber entregado todo al Señor, de nuevo buscan en la enseñanza del Señor la firmeza de la fe y de la entrega. La promesa de Cristo rebasa con creces toda la felicidad que el mundo puede dar. Él nos quiere felices también aquí en la tierra: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya en esta vida, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. Y a este gozo y paz, anticipo del Cielo, hay que añadir la bienaventuranza eterna. «Son dos horas de vida y grandísimo el premio; y cuando no hubiera ninguno, sino cumplir lo que nos aconsejó el Señor, es grande la paga en imitar en algo a Su Majestad»13.

III. «A los hombres y a los animales, Señor –dice el salmista–, aseguráis la salud en proporción a la extensión inmensa de vuestra compasiva bondad (Sal 35, 7). Si Dios concede a todos, a los buenos y a los malos, a los hombres y a los animales, un don tan precioso, hermanos míos, ¿qué no reservará a aquellos que le son fieles?»14. Vale la pena seguir al Señor, serle fieles en todo momento, darlo todo por Él, ser generosos sin medida. Él nos dice, a través de San Juan Crisóstomo: «El oro que piensas prestar, dámelo a mí, que te pagaré más intereses y con más seguridad. El cuerpo que piensas alistar en la milicia de otro, alístalo en la mía, porque yo supero a todos en paga y retribución... Su amor es grande. Si deseas prestarle, Él está dispuesto a recibir. Si quieres sembrar, Él vende la semilla; si construir, Él te dice: edifica en mis solares. ¿Por qué corres tras las cosas de los hombres, que son pobres mendigos y nada pueden? Corre en pos de Dios, que por cosas pequeñas te da otras grandes»15.

No debemos olvidar que a la recompensa el Señor añade con persecuciones, porque estas también son un premio para los discípulos de Cristo; la gloria del cristiano es asemejarse a su Maestro, tomando parte en su Cruz para participar con Él en su gloria16. Si llegan estas pruebas, en sus formas más diversas (la persecución sangrienta, la calumnia, la discriminación profesional, la burla...), debemos entender que podemos convertirlas en un bien, parte del premio, pues permite el Señor que participemos de su Cruz y nos unamos más a Él.

Quien es fiel a Cristo tiene prometido el Cielo para siempre. Oirá la voz del Señor, a quien ha procurado servir aquí en la tierra, que le dice: Ven, bendito de mi Padre, al Cielo que tenía preparado desde la creación del mundo17. Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya compensa todo aquello que dejamos a un lado para seguir mejor a Cristo, o lo poco que hubimos de padecer por Él. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús.

Y aunque seguimos a Cristo por amor, si llegara el momento en que todo parece costar un poco más, nos vendrá bien repetir despacio alguna jaculatoria que nos ayude a pensar en el premio: vale la pena, vale la pena, vale la pena. Saldrá así fortalecida la esperanza y se hará seguro el caminar.

Si tenemos a Jesucristo, ninguna otra cosa echaremos en falta. De la vida de Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día le dijo Nuestro Señor: «Has escrito bien de mí, Tomás, ¿qué recompensa deseas?». «Señor –respondió el Santo–, ninguna más que a Ti.» Tampoco nosotros queremos otra cosa: con Jesús, cerca de Él, andaremos por la vida llenos de alegría.

Que Santa María consiga para nosotros, con su intercesión poderosa, disposiciones firmes de desprendimiento y generosidad, y de esta forma, como Ella supo hacerlo, contagiemos a nuestro alrededor un clima alegre de amor a la pobreza cristiana.

1 Mc 10, 28-31. — 2 Mt 19, 27. — 3 San Agustín, Sermón 301 A, 5. — 4 Flp, 3, 8. — 5 Catecismo Romano, IV, 11, n. 15 — 6 San Agustín, loc. cit., 4. — 7 Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-67. — 8 2 Cor 6, 10. — 9 1 Cor 3, 22-23. — 10 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 670. — 11 Cfr. Mt 10, 42. — 12 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 309. — 13 Santa Teresa, Camino de perfección, 2, 7. — 14 San Agustín, Sermón 255, sobre el «alleluia». — 15 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 76, 4. — 16 Rom 8, 17. — 17 Cfr. Mt 25, 34.

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lunes, 24 de mayo de 2010

EL JOVEN RICO

8ª semana. Lunes

EL JOVEN RICO

  • Dios llama a todos. Necesidad del desprendimiento para seguir a Cristo.
  • La respuesta a la personal vocación.
  • Pobreza y desprendimiento en nuestra vida corriente.

I. Nos dice el Evangelio de la Misa1 que salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro, le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?, recoge San Mateo2. Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.

Jesús sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se quedó mirándolo fijamente, como solo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo del alma. «Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta “mirada amorosa” de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...). Al hombre le es necesaria esta “mirada amorosa”; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo»3. Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de predilección.

El Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros ensueños. Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.

Dios llama a todos: a sanos y a enfermos, a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de «media entrega», con condicionamientos.

Este joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena. «Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. —Pero que no “encaja”: si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.

»No te preocupes. —No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: “si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres” (sacrificio)... “y ven después y sígueme” (apostolado).

»El adolescente “abiit tristis” —se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia»4. Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría solo es posible cuando hay generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras. «Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti», le decimos en este diálogo con Él.

II. «La tristeza de este joven –comenta el Papa Juan Pablo II– nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo: ¡no estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor y no a la huida! El amor verdadero es exigente (...). Porque fue Jesús –nuestro mismo Jesús– quien dijo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 14). El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización humana (...). Con la ayuda de Cristo y a través de la oración vosotros podréis responder a su llamada (...). Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!»5.

La llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua, porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y generosa a lo largo de la existencia. Por eso debemos ponernos con frecuencia delante del Señor –cara a cara con Él, sin anonimato– y preguntarle, como este joven: ¿Qué me falta?, ¿qué exigencias tiene hoy, en estas circunstancias mi vocación de cristiano?, ¿qué caminos quieres que siga? Seamos sinceros: quien tiene verdaderos deseos de saber, llega a conocer con claridad los caminos de Dios. «El cristiano va descubriendo así, en medio de su vida corriente, cómo su vocación debe desplegarse a través de un tejido menudo y cotidiano de llamadas y sugerencias divinas (...), de instantes significativos, de “vocaciones” concretas, para realizar, por amor a su Señor, pequeñas o grandes tareas en el mundo de los hombres. Es en medio de este diálogo con el Señor como un hombre puede escuchar esa voz divina que le pide tomar unas decisiones definitivas, radicales (...). La palabra de Dios puede llegar con el huracán o con la brisa (1 Rey 19, 22)»6. Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: solo Cristo importa. Todo lo demás, en Él y por Él.

III. Aquel joven se levantó del suelo, esquivó aquella mirada de Jesús y su invitación a una vida honda de amor, y se marchó –todos se dieron cuenta– con la tristeza señalada en el rostro. «El instinto nos indica que la negativa de aquel momento fue definitiva»7. El Señor vio con pena cómo se alejaba; el Espíritu Santo nos revela el motivo de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy apegado a ellos.

Después de este incidente, la comitiva emprende su camino. Pero antes, o quizá mientras recorren los primeros pasos, Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos quedaron impresionados por sus palabras. Y el Señor repitió con más fuerza: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino. Hemos de considerar con atención la enseñanza de Jesús y aplicarla a nuestra vida: no se pueden conciliar el amor a Dios, el seguirle de cerca, y el apegamiento a los bienes materiales: en un mismo corazón no caben esos dos amores. El hombre puede orientar su vida proponiéndose como fin a Dios, al que se alcanza, con la ayuda de la gracia, también a través de las cosas materiales, usándolas como medios, que eso son; o puede, desgraciadamente, poner en las riquezas la esperanza de su plenitud y felicidad: deseo desmedido de bienes, de lujo, de comodidad, ambición, codicia...

Hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos valientemente en la intimidad de nuestra oración qué nos mueve en nuestro actuar, dónde tenemos puesto el corazón: si tenemos planteado un verdadero empeño por andar desprendidos de los bienes de la tierra, o bien si, por el contrario, sufrimos cuando padecemos necesidad; si estamos vigilantes para reaccionar ante un detalle que manifieste aburguesamiento y comodidad, servidos a menudo por los reclamos de la sociedad de consumo; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas necesidades de las que podríamos prescindir con un poco de buena voluntad, si nos esforzamos por no ceder en los caprichos y antojos que fácilmente se pueden presentar, si cuidamos con esmero las cosas de nuestro hogar y los bienes que usamos; si actuamos con la conciencia clara de ser solo administradores que han de dar cuenta a su verdadero Dueño, Dios nuestro Señor; si llevamos con alegría las incomodidades y la falta de medios; si somos generosos en la limosna a los más necesitados y en el sostenimiento de obras buenas, privándonos de cosas que nos agradaría poseer... Solo así viviremos con la alegría y la libertad necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.

Seguir de cerca a Cristo es nuestro supremo ideal; no queremos marcharnos como aquel joven, con el alma impregnada de profunda tristeza porque no supo desprenderse de unos bienes de escaso valor ante la riqueza inmensa de Jesús.

1 Mc 10, 17-27. — 2 Mt 19, 20. — 3 Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 31-I-1985, n. 7. — 4 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 807. — 5 Juan Pablo II, Homilía en el Boston Common, 1-X-1979. — 6 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, pp. 82-83. 7 R. A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, p. 141.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

domingo, 23 de mayo de 2010

LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO

Solemnidad de Pentecostés

LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO

  • La fiesta judía de Pentecostés. El envío del Espíritu Santo. El viento impetuoso y las lenguas de fuego.
  • El Paráclito santifica continuamente a la Iglesia y a cada alma. Correspondencia a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo.
  • Correspondencia: docilidad, vida de oración, unión con la Cruz.

I. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya1.

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos.

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban2. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego3.

El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador4. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...

El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará5. En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho6. Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: «habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino»7.

En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.

San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado por los Profetas8: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne...9. Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés10, o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo11. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría.

II. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a través de innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»12. Su actuación en el alma es «suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a iluminar»13.

En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán14. Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios, y llevan a cabo su doctrina.

Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei15, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable16.

Al comprender que las santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido17. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar.

Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.

III. Para ser más fieles a las constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma «podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión con la Cruz».

Docilidad, «en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera»18.

El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo19, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.

Vida de oración, «porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas»20.

Unión con la Cruz, «porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos»21.

Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles (...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo22.

Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús23.

1 Antífona de entrada. Misa de la vigilia, Rom 5, 5; 8, 11. — 2 Hech 2, 1-2. — 3 Cfr. Ex 3, 2. — 4 Cfr. M. D. Philippe, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986, 352-355. — 5 Jn 16, 13-14. — 6 Jn 14, 26. — 7 Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, 4. — 8 Jl 2, 28. — 9 Hech 2, 17. — 10 Cfr. Núm. 11, 25. — 11 Cfr. Jn 7, 39. — 12 San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota II, 18. — 13 San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo, 1. 14 Hech 2, 17-18. — 15 Hch 2, 11. — 16 1 Pdr 2, 9. — 17 Cfr. Misal Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. — 18 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 135. — 19 Cfr. 1 Cor 12, 3. — 20 San Josemaría Escrivá, o. c., 136. — 21 Ibídem, 137. — 22 Misal Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. — 23 Cfr. Hech 1, 14.

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