sábado, 31 de julio de 2010

SABER CALLAR, SABER HABLAR

17ª Semana. Sábado

SABER CALLAR, SABER HABLAR

  • El silencio de Jesús.
  • Hablar cuando sea necesario, con caridad y fortaleza. Huir del silencio culpable.
  • Valentía y fortaleza en la vida ordinaria. Ser coherentes con nuestra fe y con la vocación recibida.

I. Durante treinta años, Jesús llevó una vida de silencio; solo María y José conocían el misterio del Hijo de Dios. Cuando vuelve de nuevo al pueblo donde había vivido, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de sus milagros, pues solo habían visto en Él una vida ejemplar de trabajo.

Durante los tres años de su ministerio público vemos cómo se recoge en el silencio de la oración, a solas con su Padre Dios, se aparta del clamor y del fervor superficial de la multitud que pretende hacerle rey, realiza sus milagros sin ostentación y recomienda frecuentemente a los que han sido curados que no lo publiquen...

El silencio de Jesús ante las voces de sus enemigos en la Pasión es conmovedor: Él permaneció en silencio y nada respondió1. Ante tantas acusaciones falsas aparece indefenso. «Dios nuestro Salvador –comenta San Jerónimo–, que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja conducir a la muerte como un cordero, sin decir palabra; ni se queja ni se defiende. El silencio de Jesús obtiene el perdón de la protesta y excusa de Adán»2. Jesús calla durante el proceso ante Herodes y Pilato, y lo contemplamos en pie, sin decir palabra, ante Barrabás y delante de enemigos clamorosos, excitados, vigilantes, sirviéndose de falsos testimonios para tergiversar sus palabras. Está en pie ante el procurador. Y aunque le acusaban los príncipes de los sacerdotes, nada respondió. Entonces Pilato le dijo: ¿No oyes cuántas cosas alegan contra ti? Y no le respondió a pregunta alguna, de tal manera que el procurador quedó admirado en extremo3.

El silencio de Dios ante las pasiones humanas, ante los pecados que se cometen cada día en la Humanidad, no es un silencio lleno de ira, ni despreciativo, sino rebosante de paciencia y de amor. El silencio del Calvario es el de un Dios que viene a redimir a todos los hombres con su sufrimiento indecible en la Cruz. El silencio de Jesús en el Sagrario es el del amor que espera ser correspondido, es un silencio paciente, en el que nos echa de menos si no le visitamos o lo hacemos distraídamente.

El silencio de Cristo durante su vida terrena no es en modo alguno vacío interior, sino fortaleza y plenitud. Los que se quejan continuamente de las contrariedades que padecen o de su mala suerte, quienes pregonan a los cuatro vientos sus problemas, los que no saben sufrir calladamente una injuria, quienes se sienten urgidos a dar continuamente explicaciones de lo que hacen y lo que dejan de hacer, los que necesitan exponer las razones y motivos de sus acciones, esperando con ansiedad la alabanza o la aprobación ajena..., deberían mirar a Cristo que calla. Le imitamos cuando aprendemos a llevar las cargas e incertidumbres que toda vida lleva consigo sin quejas estériles, sin hacer partícipes de ellas al mundo entero, cuando hacemos frente a los problemas personales sin descargarlos en hombros ajenos, cuando respondemos de los propios actos sin excusas ni justificaciones de ningún tipo, cuando realizamos el propio trabajo mirando la perfección de la obra y la gloria de Dios, sin buscar alabanzas...4.

Iesus autem tacebat. Jesús callaba. Y nosotros debemos aprender a callar en muchas ocasiones. A veces, el orgullo infantil, la vanidad, hacen salir fuera lo que debió quedar en el interior del alma; palabras que nunca debieron decirse. La figura callada de Cristo será un Modelo siempre presente ante tanta palabra vacía e inútil. Su ejemplo es un motivo y un estímulo para callar a veces ante la calumnia o la murmuración. In silentio et in spe erit fortitudo vestra, en el silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, nos dice el Espíritu Santo, por boca del Profeta Isaías5.

II. Pero Jesús no siempre calla. Porque existe también un silencio que puede ser colaborador de la mentira, un silencio compuesto de complicidades y de grandes o pequeñas cobardías; un silencio que a veces nace del miedo a las consecuencias, del temor a comprometerse, del amor a la comodidad, y que cierra los ojos a lo que molesta para no tener que hacerle frente: problemas que se dejan a un lado, situaciones que debieron ser resueltas en su momento porque hay muchas cosas que el paso del tiempo no arregla, correcciones fraternas que nunca se debieron dejar de hacer... dentro de la propia familia, en el trabajo, al superior o al inferior, al amigo y a quien cuesta tratar.

La Palabra de Jesús está llena de autoridad, y también de fuerza ante la injusticia y el atropello: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócrita!, porque exprimís las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones...6. Jamás le importó ir contra corriente a la hora de proclamar la verdad.

San Juan Bautista, cuyo martirio leemos hoy en el Evangelio de la Misa7, era voz que clama en el desierto. Y nos enseña a decir todo lo que deba ser dicho, aunque nos parezca alguna vez que es hablar en el desierto, pues el Señor no permite en ninguna ocasión que sea inútil nuestra palabra, porque es necesario hacer lo que debe hacerse, sin preocuparse excesivamente de los frutos inmediatos, ya que si cada cristiano hablara conforme a su fe, habríamos cambiado ya el mundo. No podemos callar ante infamias y crímenes como el del aborto, la degradación del matrimonio y de la familia, o ante una enseñanza que pretende arrinconar a Dios en la conciencia de los más jóvenes... No podemos callar ante ataques a la persona del Papa o a Nuestra Señora, ante las calumnias sobre instituciones de la Iglesia cuya verdad y rectitud conocemos bien de sobra... Callar cuando debemos hablar por razón de nuestro puesto en la sociedad, en la empresa o en la familia, o sencillamente por la condición de cristianos, podría ser en ocasiones colaborar con el mal, permitiendo que se piense que «el que calla, otorga». Si los católicos hablasen cuando han de hacerlo, si no contribuyeran con una sola moneda a la difusión de la prensa o de la literatura que causan estragos en las almas, difícilmente podrían sostenerse esas empresas.

Hablar cuando debamos hacerlo. A veces, en el pequeño grupo en el que nos movemos, en la tertulia que se organiza espontáneamente a la salida de una clase, o con unos amigos o vecinos que vienen a nuestra casa a visitarnos; entre los amigos o clientes..., ante un vídeo indecente en el autobús en el que viajamos..., y desde la tribuna, si ese es nuestro lugar dentro de la sociedad. Por carta cuando sea preciso para animar con nuestro aliento o para agradecer un buen artículo aparecido en un periódico o manifestar nuestra disconformidad con una determinada línea editorial o un escrito doctrinalmente desenfocado. Y siempre con caridad, que es compatible con la fortaleza (no existe caridad sin fortaleza), con buenas maneras, disculpando la ignorancia de muchos, salvando siempre la intención, sin agresividad ni formas cerriles o inadecuadas que serían impropias de alguien que sigue de cerca a Jesucristo... Pero también con la fortaleza con que actuó el Señor.

III. Si en los momentos en que el Bautista vio en peligro su vida hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan no era así; no era como una caña que a cualquier viento se mece. Fue coherente con su vocación y con sus principios hasta el final. Si hubiera callado, habría vivido algunos años más, pero sus discípulos no serían quienes primero siguieron a Jesús, no habría sido quien preparara y allanara el camino al Señor, como había profetizado Isaías. No habría vivido su vocación y, por tanto, no habría tenido sentido su vida.

A nosotros, muy probablemente, no nos pedirá Jesús el martirio violento, pero sí esa valentía y fortaleza en las situaciones comunes de la vida ordinaria: para cortar un mal programa de televisión, para llevar a cabo esa conversación apostólica que debemos tener y no retrasarla más... Sin quedarse en quejas ineficaces, que para nada sirven, dando doctrina positiva, soluciones..., con optimismo ante el mundo y las cosas buenas que hay en él, resaltando lo bueno: la alegría de una familia numerosa, el profundo gozo que produce realizar el bien, el amor limpio que se conserva joven viviendo santamente la virtud de la pureza...

Existe un silencio cobarde, contra el que debemos luchar: el del que enmudece ante quien Dios ha puesto a su lado para que le ayude y le fortalezca en su caminar hacia Dios. Difícilmente podríamos ser valientes en la vida si no lo fuéramos en primer lugar con nosotros mismos, siendo sinceros con quien orienta nuestra alma.

Muchos de nuestros amigos, al ver que somos coherentes con la fe, que no la disimulamos ni escondemos en determinados ambientes, se verán arrastrados por ese testimonio sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio –testimonio de fe– de los primeros cristianos.

Pidamos en el día de hoy, que dedicamos especialmente a Nuestra Señora, que Ella nos enseñe a callar en tantas ocasiones en que debemos hacerlo, y a hablar siempre que sea necesario.

1 Mc 14, 61. — 2 San Jerónimo, Comentario sobre el Evangelio de San Marcos, in loc. — 3 Mt 27, 12-14. — 4 F. Suárez, Las dos caras del silencio, en Revista Nuestro Tiempo, nn. 297 y 298. — 5 Is 30, 15. — 6 Mt 23, 14. — 7 Mt 14, 1-12.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

SAN IGNACIO DE LOYOLA

31 de julio

SAN IGNACIO DE LOYOLA

Memoria

  • La influencia de la lectura en la conversión de San Ignacio.
  • Importancia de la lectura espiritual.
  • Cuidar lo que se lee. Modo de hacer la lectura espiritual.

I. Según cuenta en su Autobiografía Ignacio de Loyola «hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra»1. Después de haber sido herido en una pierna en la defensa de la ciudad de Pamplona fue llevado en una litera a su tierra, donde estuvo al borde de la muerte; después de una larga convalecencia recuperó la salud. En este tiempo, «y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo: mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los santos en romances»2. Se aficionó a estas lecturas, reflexionó en ellas en el largo tiempo que hubo de guardar cama, y «leyendo la vida de Nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿Qué seria, sí yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo?. Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas ...»3.

Se alegraba cuando se determinaba a seguir la vida de los santos y se entristecía cuando abandonaba estos pensamientos. «Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia de ella»4. Así, poco a poco, Dios se fue metiendo en su alma, y de caballero valeroso de un señor terreno pasó «a heroico caballero del Rey Eterno, Jesucristo. La herida que sufriera en Pamplona, la larga convalecencia en Loyola, las lecturas, la reflexión y la meditación bajo el influjo de la gracia, los diversos estados de ánimo por los que pasaba su espíritu, obraron en él una conversión radical: de los sueños de una vida mundana a una plena consagración a Cristo, que aconteció a los pies de Nuestra Señora de Montserrat y maduró en el retiro de Manresa»5.

El Señor se valió de la lectura para la conversión de San Ignacio. Y así ha sido en muchos otros: Dios ha penetrado en muchas almas a través de un buen libro. Verdaderamente, «la lectura ha hecho muchos santos»6. En ella encontramos una gran ayuda para nuestra formación, y también para nuestra conversación diaria con Dios. «En la lectura me escribes formo el depósito de combustible. Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar»7. Un buen libro para lectura espiritual es un gran amigo, del que nos cuesta separarnos porque nos enseña el camino que conduce a Dios, y nos alienta y ayuda a recorrerlo.

II. La lectura espiritual cobra particular importancia en nuestros días, pues de ordinario será uno de los medios más importantes para alcanzar esa buena doctrina que ha de servirnos para alimentar nuestra piedad y para dar a conocer la fe a un mundo lleno de una profunda ignorancia. No es raro que en nuestra conversación normal de todos los días con amigos, parientes, conocidos... nos encontremos con que desconocen las nociones más elementales de la fe y los criterios más fundamentales para enjuiciar los problemas del mundo. Desgraciadamente, sigue siendo actual lo que en los primeros siglos del cristianismo escribía San Juan Crisóstomo, lamentándose de la ignorancia religiosa de muchos cristianos de su ¿poca: «a veces ocurre escribe el Santo que consagramos todo nuestro esfuerzo a cosas, no solo superfluas, sino incluso inútiles o perjudiciales, mientras se abandona y desprecia el estudio de la Escritura. Aquellos que en las competiciones hípicas se excitan hasta el colmo, pueden referir con rapidez el nombre, la yeguada, la raza, la nación, el entrenamiento de los caballos, los años de su vida, la velocidad de su carrera, y quién con quién, si galoparan unidos, conseguirían la victoria; y qué caballo, entre estos o aquellos, si toma parte en la carrera y si fuera montado por tal jinete, vencería la prueba... Si, por el contrario, nos preguntamos cuántas son las epístolas de San Pablo, ni siquiera su número sabemos expresar»8. El Señor nos urge para que iluminemos con la doctrina católica la oscuridad y la cerrazón de tantos que ignoran las verdades fundamentales de la fe y de la moral.

Cuando son tantas las publicaciones, las imágenes que cada día nos llegan, que por sí mismas no acercan a Dios y muchas veces tienden a separar de Él, se hacen urgentes unos momentos de reflexión al hilo de esa lectura adecuada que nos recuerde nuestro fin último, el sentido de la vida y de los acontecimientos a la luz de las enseñanzas de la Iglesia9. Un buen libro puede llegar a ser un excelente amigo «que nos pone delante los ejemplos de los santos, condena nuestra indiferencia, nos recuerda los juicios de Dios, nos habla de la eternidad, disipa las ilusiones del mundo, responde a los falsos pretextos del amor propio, nos proporciona los medios para resistir a nuestras pasiones desordenadas. Es un monitor discreto que nos avisa en secreto, un amigo que jamás nos engaña...»10. A la lectura se le pueden aplicar las palabras que la Escritura reserva a una buena amistad: podemos decir que cuando encontramos un buen libro hemos hallado un tesoro11. En muchos casos, una buena lectura espiritual puede ser decisiva en la vida de una persona, como lo fue en la vida de San Ignacio de Loyola y en la de tantos cristianos. Aconsejar buenos libros es también una forma excelente de apostolado, de enriquecer espiritualmente a nuestros amigos.

III. He venido a traer fuego a la tierra dice el Señor ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!12.

Para extender ese amor a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San Ignacio. Y la lectura espiritual da luces en la vida interior, propone ejemplos vivos de virtud, enciende en deseos de amor a Dios y es una gran ayuda para la oración, además de ser un excelente medio para una buena formación doctrinal. En los Santos Padres se encuentran frecuentes y concretas enseñanzas sobre la lectura espiritual. San Jerónimo, por ejemplo, aconseja que se lean cada día unos versículos de la Sagrada Escritura, y «escritos espirituales de hombres doctos, cuidando, sin embargo, de que sean autores de fe segura, porque no se puede buscar el oro en medio del fango»13. La lectura espiritual ha de hacerse con libros cuidadosamente escogidos, de modo que constituya con seguridad el alimento que necesita nuestra alma según las personales circunstancias. En estas, como en tantas otras ocasiones, la ayuda que recibimos en la dirección espiritual puede ser inestimable. En general, más que obras que intenten presentar nuevos problemas teológicos (que probablemente solo interesarán a especialistas de la ciencia teológica) hay que elegir libros que ilustren los fundamentos de la doctrina común, que expongan claramente el contenido de la fe, que nos ayuden a contemplar la vida de Jesucristo.

Para hacer con provecho la lectura espiritual a veces bastará que le dediquemos, por ejemplo, quince minutos diarios, incluyendo algunos versículos del Nuevo Testamento será necesario leer despacio, con atención y recogimiento, «parándote a considerar, rumiar, pensar y saborear las verdades que te tocan más de cerca, para grabarlas más hondamente en tu alma, y sacar de ella actos y afectos»14 que lleven a amar más a Dios. San Pedro de Alcántara solía dar un consejo parecido: la lectura «no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a ella no solo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo»15.

Ayuda mucho hacerla con continuidad, con el mismo libro, y podrá ser útil llevarlo con nosotros cuando nos ausentamos en fines de semana, viajes profesionales, etc., como hacemos con otros enseres, quizá más voluminosos y menos útiles. En determinadas épocas nos será también de gran provecho «volver a leer las obras que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas sin vida y sin valor»16.

A San Ignacio le pedimos que nos ayude desde el Cielo a sacar abundante provecho de nuestra lectura espiritual y que convierta nuestro corazón para un mayor servicio de Dios.

Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del Cielo17.

1 San Ignacio de Loyola, Autobiografía, en Obras completas, BAC, Madrid 1963, I, 1. — 2 Ibídem, 1, 5. — 3 Ibídem, 1, 7. — 4 Ibídem, I, 9. — 5 Juan Pablo II, Mensaje para el Año Ignaciano, 31-VII-1990. — 6 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 116. — 7 Ibídem, n. 117. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre algunos pasajes del Nuevo Testamento, 1, 1. — 9 Cfr. E. Boylan. El amor supremo, Rialp, 3.ª ed., Madrid 1963, vol. I, pp. 181 ss. — 10 Berthier, cit. por A. Royo Marín en Teología de la perfección cristiana, 4.ª ed., BAC, Madrid 1962, p. 737. — 11 Cfr. Ecl 6, 14. — 12 Antífona de comunión, Lc 12, 49. — 13 San Jerónimo, Epístola 54, 10. — 14 San Juan Eudes, Royaume de Jésus, II. 15, 196. — 15 San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación, I, 7. — 16 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 4.ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 291. — 17 Oración colecta de la Misa.

Memoria

Nació el año 1491 en Loyola; siguió la carrera de las armas. Fue herido en la defensa de Pamplona; trasladado a su tierra natal, se convirtió durante la convalecencia a través de la lectura de una vida del Señor y vidas de algunos santos. Marchó a París para estudiar teología y allí reunió a los primeros seguidores, con los que más tarde, en Roma, fundaría la Compañía de Jesús. Murió en esta ciudad el año 1556.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

viernes, 30 de julio de 2010

SIN RESPETOS HUMANOS

17ª Semana. Viernes

SIN RESPETOS HUMANOS

  • Valentía para seguir a Cristo en cualquier ambiente y circunstancias.
  • Vencer los respetos humanos, parte de la virtud de la fortaleza.
  • Muchos necesitan el testimonio claro de nuestro sentir cristiano. Ejemplaridad.

I. Cuando Jesús inició su vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco1, y en su primera visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio de la Misa2, sus paisanos se niegan a ver en Él nada sobrenatural y extraordinario. En sus palabras se puede ver la envidia, apenas contenida. ¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.

Desde el principio, Jesús arrostró una corriente de maledicencias y de desprecios, nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba la Verdad sin respetos humanos. Esa corriente iría aumentando con los años, hasta desatarse en calumnias y en persecución abierta, que le llevaría a la muerte. Sus mismos enemigos reconocerán en ocasiones diversas: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no haces acepción de personas3.

La misma disposición –desprendimiento de juicios y alabanzas– pide el Maestro a sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y defender el debido prestigio profesional, moral y social, justamente labrado, porque forma parte de la dignidad humana, y para llevar a cabo la labor apostólica que hemos de realizar en medio de nuestras tareas. Pero no debemos olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el comportamiento de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros que se han aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede pedir también –en circunstancias extraordinarias– que renunciemos incluso a ese patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.

El cristiano debe rechazar el miedo de parecer chocante si, por vivir como discípulo de Cristo, su conducta es mal interpretada o claramente rechazada. Quien ocultara su condición de cristiano en medio de un ambiente de costumbres paganas, se doblegaría, por cobardía, al respeto humano, y sería merecedor de aquellas palabras de Jesús: quien me niegue ante los hombres, Yo también le negaré ante mi Padre que está en los cielos4. El Señor nos enseña que la confesión de la fe –con todas sus consecuencias, en cualquier ambiente– es condición para ser discípulo suyo.

De este modo se comportaron muchos fieles seguidores de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que –siendo discípulos ocultos del Señor– no tuvieron inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente parece todo perdido, pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de otros, «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»5. Así se comportaron después los Apóstoles, que se mostraron firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de los paganos, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios6. Y el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el Evangelio, escribía a su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor7. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta adverso.

II. La vida del cristiano ha de desarrollarse llena de normalidad, allí donde le ha tocado vivir, pero con frecuencia representará un fuerte contraste con modos de obrar tibios, aburguesados o indiferentes, y más con tantos comportamientos anticristianos, que no raramente son indignos de un ser humano. En estos casos, es lógico que la diferencia sea más llamativa; y no ha de sorprendernos que quienes actúan al margen de las enseñanzas de Cristo juzguen injustamente a los cristianos y que exterioricen esos juicios con ironías, comentarios mordaces e incluso con palabras ofensivas. Lo mismo sucedió a Nuestro Señor.

Quizá no se trate, normalmente, de sufrir grandes violencias físicas por causa del Evangelio, sino de soportar murmuraciones y calumnias, sonrisas burlonas, discriminaciones en el lugar de trabajo, pérdida de ventajas económicas o de amistades superficiales... A veces, quizá en la misma familia o con los amigos será necesaria una buena dosis de serenidad y fortaleza sobrenatural para mantener una postura coherente con la fe. Y en esas incómodas situaciones se puede presentar la tentación de escoger el camino fácil y evitar en los otros un movimiento de rechazo, de incomprensión, incluso de burla, a costa de ceder en la postura que debe mantener siempre un buen cristiano; puede meterse en el alma la idea de no perder amigos, de no cerrarse puertas por las que quizá será necesario pasar más tarde... Viene la tentación de dejarse llevar por los respetos humanos, ocultando la propia identidad, la condición de discípulos de Cristo que quieren vivir muy cerca de Él.

En esas situaciones difíciles, el cristiano no debe preguntarse qué es lo más oportuno, aquello que será bien acogido o aceptado, sino qué es lo mejor, qué espera el Señor en aquella concreta circunstancia. Muchas veces los respetos humanos son consecuencia de la comodidad de no llevarse un pequeño mal rato, del afán de agradar siempre o del deseo de no distinguirse dentro de un grupo. Y quizá el Señor espera eso, que nos distingamos, que seamos coherentes con la fe y el amor que llevamos en el corazón, que expresemos, aunque solo sea con el silencio, con unas pocas palabras, con un gesto o con una actitud... nuestras convicciones más profundas. Esta firmeza en la fe, que se transparenta en la conducta, es frecuentemente, sin darnos cuenta, el mejor modo de expresar el atractivo de la fe cristiana, y el comienzo del retorno de muchos hacia la Casa del Padre.

Para muchos que comienzan a seguir a Cristo, este es uno de los principales obstáculos que se presentarán en su camino. «¿Sabéis –pregunta el Santo Cura de Ars– cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano»8, porque toda persona normal posee un sentido innato de vergüenza que la lleva a rehuir aquellas situaciones que la ponen en evidencia delante de los demás. Esta será nuestra mayor alegría: dar la cara por Jesucristo, cuando la ocasión lo requiera. Jamás nos arrepentiremos de haber sido coherentes con nuestra fe cristiana.

III. Muchas personas están a nuestro alrededor esperando el testimonio claro de un sentir cristiano. ¡Cuánto bien podemos hacer con la conducta! ¡Qué necesitado está el mundo de cristianos trabajadores, amables, cordiales y firmes en su fe! A veces oímos hablar de un «artículo valiente» porque ataca el magisterio del Papa o porque defiende el aborto o los anticonceptivos... Sin embargo, lo valiente en la época en que nos ha tocado vivir es precisamente defender la autoridad del Romano Pontífice en lo que a la fe y a la moral se refiere, defender el derecho a la vida de toda persona concebida, tener –si esa es la voluntad de Dios– una familia numerosa o defender la indisolubilidad del matrimonio. ¡Cuántos corazones vacilantes han sido fortalecidos por una actuación llena de firmeza!

Es necesario y urgente obtener de Dios, si nos faltara, la audacia propia de los hijos de Dios para vencer los temores. No podemos permitir que al Señor se le expulse o se le ponga entre paréntesis en la vida social, que hombres sectarios pretendan relegarlo al ámbito de la conciencia individual amparados en la inoperancia de gente buena acobardada.

No nos ha de extrañar sentir la tentación de pasar inadvertidos en determinadas situaciones que resultan conflictivas, a causa del Evangelio. El mismo San Pedro, después de haber sido confirmado como Cabeza de la Iglesia, después de recibir el Espíritu Santo, por respetos humanos cayó en pequeñas concesiones prácticas al ambiente adverso, que le fueron señaladas por San Pablo con firmeza y lealtad9. Este episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de la Iglesia, demostró la perfecta unión de los Apóstoles, el aprecio de San Pablo hacia la Cabeza visible de la Iglesia y la gran humildad de San Pedro para rectificar. También nosotros nos podemos ayudar mucho si en estos casos, con fortaleza y aprecio verdadero, practicamos la corrección fraterna, como hacían los cristianos de la primera hora.

El Señor nos da ejemplo de la conducta que hemos de seguir. Él sabía, desde aquel día en Nazaret, que muchos no estarían de acuerdo con Él. Jamás actuó de cara a los hombres; solo le importó una cosa: cumplir la voluntad del Padre. Nunca dejó de curar, por ejemplo, en sábado, aunque bien sabía que estaban espiándole para ver si curaba en ese día10. Jesús sabe lo que quiere, y lo sabe desde el principio. Jamás se le ve en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de actuar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad firme a los suyos. «Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser y su vida son un “sí” o un “no”. Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad»11.

Pidamos a Jesús esa firmeza para guiarnos en toda circunstancia por el querer de Dios, que permanece para siempre, y no por la voluntad de los hombres, que es cambiante, antojadiza y poco duradera.

1 Mc 3, 21. — 2 Mt 13, 54-58. — 3 Mt 22, 16. — 4 Mt 10, 32. — 5 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. — 6 1 Cor 1, 18. — 7 2 Tim 1, 7-8 — 8 Santo Cura de Ars, Sermón sobre las tentaciones. — 9 Gal 2, 11-14. — 10 Mc 3, 2. — 11 K. Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, p. 95.

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jueves, 29 de julio de 2010

JESUS PRESENTE EN EL SAGRARIO

17ª Semana. Jueves

JESUS PRESENTE EN EL SAGRARIO

  • Dios vive en medio de nosotros.
  • Presencia de Cristo en el Sagrario.
  • El culto y la devoción a Jesús Sacramentado. El himno Adoro te devote.

I. A lo largo del Antiguo Testamento había revelado Dios la intención de habitar perennemente entre los hombres. La llamada Tienda de la reunión fue como el primer templo de Dios en el desierto, y allí se posaba una nube que era símbolo de la gloria de Dios y de su presencia: Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el santuario1. Esta nube era el signo de la presencia divina2.

Más tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas encontraban a Dios3; el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando iban a la casa de Dios con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables son tus moradas, // Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo4. Estar lejos del suntuario era estar privados de toda felicidad verdadera: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?5.

Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne. En el momento de la Encarnación el poder del Altísimo cubre con su sombra a Nuestra Señora6; es la expresión de la omnipotencia de Dios. Y después de descender el Espíritu Santo sobre María, la Virgen queda constituida en el nuevo Tabernáculo de Dios: el Verbo de Dios habitó entre nosotros7. La palabra griega que emplea San Juan correspondiente a habitar «significa etimológicamente “plantar la tienda de campaña” y, de ahí, habitar en un lugar. El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahvé mostraba su presencia en medio del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada sobre la tienda. En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que Dios habitará en medio del pueblo (cfr. p. ej. Jer 7, 3). A las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del Enmanuel o “Dios con nosotros” (Is 7, 14) se cumple plenamente en este habitar del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres»8. Desde entonces podemos decir con total exactitud que Dios vive entre nosotros. Cada día podemos estar junto a Él en una cercanía como jamás hombre alguno pudo soñar. ¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con nosotros!

II. Desde el momento de la Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con nosotros, con una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de Jesucristo: Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros una cercanía y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús es Dios-con-nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba con ellos; ahora, lo podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que algo que apreciamos con los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos encontramos. En Palestina, Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía para predicar en otros lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió de allí9, leemos en el Evangelio de la Misa. Y Dios abandonó aquel lugar para encontrarse con otras gentes. El sacerdote, cuando consagra en la Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre, al altar donde antes no estaba con su Santísima Humanidad. Es una presencia especial, que solo se da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las especies, en el Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia afecta de modo directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas Divinas de la Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas divinas10. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que me oyes...

El Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real, es decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una imagen; verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y toda la sustancia del vino en su Sangre. Así, el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús están sustancialmente presentes, y «en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la Consagración»11; «realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen una nueva “realidad”, que con razón llamamos ontológica, porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva»12.

Jesús está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la Encarnación.

Desde el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto a la Sagrada Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo conscientes. Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa o parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)»13.

III. Ha sido constante la práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el Tabernáculo. Si los israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda del encuentro en el desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén, que eran figuras anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos nosotros a honrar a Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el Sagrario? En los primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar las Sagradas Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos para asistir a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los encarcelados a causa de la fe. El Sacramento del Señor era llevado con unción y fervor para que también ellos pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la presencia de Cristo llevó no solamente a visitar con frecuencia el lugar donde se reservaba, sino que originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad de la Iglesia lo ha ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos –declaraba el Concilio de Trento– tributan a este Santísimo Sacramento, al adorarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada de la Iglesia católica»14.

En el siglo xiii, Santo Tomás compuso un himno eucarístico que, de una manera fiel y piadosa, contiene la fe de la Iglesia. Nosotros podemos hacerlo nuestro en muchas ocasiones para alimentar nuestra piedad y honrar a Jesús Sacramentado: Adoro te devote latens deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte; acato con humildad y agradecimiento –deslumbrado ante el poder de Dios, pasmado por su misericordia– todo lo que nos enseña la fe. Dios mismo se entrega, inerme, en nuestras manos: ¡qué gran lección para mi soberbia! Y, con la confianza que se acrecienta al tenerle ahí, tan cerca, pedimos al Señor su gracia para someter nuestro yo a su Voluntad...

Junto al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos las fuerzas necesarias para ser fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él nos espera siempre y se alegra cuando estamos –aunque sea un tiempo corto– junto a Él. En el Sagrario Jesús espera a los hombres maltratados tantas veces por las asperezas de la vida, y los conforta con el calor de su comprensión y de su amor. Junto al Sagrario cobran diariamente su más plena actualidad aquellas palabras del Señor: Venid a Mí, todos los que andáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré15. No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los bienes que nos tiene reservados.

1 Primera lectura. Año I. Ex 40, 34. — 2 Cfr. Num 12, 5; I Rey 8, 10-11. — 3 Cfr. Is 1, 12, Ex 23, 15-17. — 4 Salmo responsorial. Año I. Sal 83, 2-3. — 5 Sal 42, 3. — 6 Cfr. Lc 1, 35. — 7 Jn 1, 14. — 8 Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1146. — 9 Mt 13, 53. — 10 Cfr. Conc. de Trento, Decr. De Sanctissima Eucharistia, cap 11. — 11 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 25. — 12 ídem, Enc Mysterium fidei, 3-IX-1965. — 13 Ibídem, 69. 14 Conc. de Trento, Sesión XIII, cap. 5; Dz 1643. — 15 Mt 11, 28.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

SANTA MARTA

29 de julio

SANTA MARTA

Memoria

  • Confianza y amor al Maestro.
  • La Humanidad Santísima de Jesús.
  • La amistad con el Señor nos hace fácil el camino.

I. La festividad de Santa Marta nos permite entrar una vez más en el hogar de Betania, bendecido tantas veces por la presencia de Jesús. Allí, en la familia formada por aquellos hermanos, Marta, María y Lázaro, el Señor encontraba cariño, y también descanso para su cuerpo fatigado por recorridos interminables por aldeas y ciudades. Jesús buscaba refugio entre sus amigos, especialmente cuando en los últimos días tropezaba más frecuentemente con la incomprensión y el desprecio, por parte principalmente de los fariseos. Los sentimientos del Maestro hacia los hermanos de Betania vienen expresados por San Juan en su Evangelio: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro1. ¡Eran amigos!

El Evangelio de la Misa2 nos relata la llegada de Jesús al hogar de esta familia, cuando hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Poco tiempo antes, cuando ya Lázaro estaba muy grave, las hermanas enviaron al Maestro este recado lleno de confianza: Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo3. Y Jesús, que se encontraba en Galilea, a varias jornadas de camino, cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en el mismo lugar. Después, pasados estos, dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea4. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días sepultado.

Marta, siempre atenta y activa, probablemente antes de que Jesús llegara a la casa se enteró de que se aproximaba, y salió enseguida a recibirlo. Y a pesar de que, aparentemente, el Señor no había acudido a la llamada, su confianza y su amor no han disminuido. Señor le dice Marta, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano...5. Le reprocha con suma delicadeza no haber llegado antes. Marta esperaba la curación de su hermano cuando estaba todavía enfermo. Y Jesús, con un gesto amable, quizá con una sonrisa en los labios, la sorprende: Tu hermano resucitará6. Marta acoge estas palabras como un consuelo y piensa en la resurrección definitiva, y contesta: Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día7. Estas palabras provocan una portentosa declaración de Jesús acerca de su divinidad: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre8. Y le pregunta: ¿Crees tú esto? ¿Quién podría sustraerse a la autoridad soberana de esta declaración? ¡Yo soy la Resurrección y la Vida! ¡Yo...! ¡Yo soy la razón de ser de todo cuanto existe! Jesús es la Vida, no solo la que empieza en el más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Son palabras extraordinarias que nos llenan de seguridad, que nos acercan cada vez más a Cristo, y que nos llevan a hacer nuestra la respuesta de Marta: Yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo9. El Señor, momentos después, resucitará a Lázaro.

Admiramos en Marta su fe, y querríamos imitarla en su amistad confiada con el Maestro. «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...

»-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»10.

II. Un tiempo después, estando ya cercana la Pascua, Jesús visitó de nuevo a estos amigos: fue a Betania donde vivía Lázaro, al que Jesús resucitó de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con Él11.

Marta servía... ¡Con qué amor agradecido lo haría! Allí, en su casa, estaba el Mesías, allí estaba Dios necesitado de sus atenciones. Y ella podía servirle. Dios se ha hecho Hombre para estar muy cerca de nuestras necesidades, para que aprendamos a amarle a través de su Humanidad Santísima, para que podamos ser sus amigos entrañables. No podemos dejar de considerar una y otra vez que el mismo Jesús de Nazareth, de Cafarnaún, de Betania, es el mismo que nos espera en el Sagrario más próximo, «necesitado» de nuestras atenciones. «Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario»12. Allí está Él. No podemos pasar indiferentes, no debemos dejar de visitarle cada día..., y permanecer en su compañía esos minutos de acción de gracias, después de la Comunión, sin prisas, sin inquietud. Nada hay más importante.

Enseña Santo Tomás que no hubo otro modo más conveniente para redimir a los hombres que el de su Encarnación13. Y aduce estas razones: en cuanto a la fe, porque se hacía más fácil creer, ya que Dios mismo era el que hablaba; en cuanto a la esperanza, por la prueba tan grande de su voluntad salvífica que esto representaba; en cuanto a la caridad, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos14; en cuanto a las obras, porque el mismo Dios nos iba a servir de modelo: asumiendo nuestra carne nos mostraba la importancia de la criatura humana, con su humillación curaba nuestra soberbia...

En la Humanidad Santísima de Jesús toma forma humana el amor que Dios nos tiene, abriéndose así un plano inclinado que nos lleva suavemente a Dios Padre. Por eso, la vida cristiana consiste en querer a Cristo, en imitarle, en seguirle de cerca, atraídos por su vida. La santificación no tiene su centro en la lucha contra el pecado, no es algo negativo; está centrada en Jesucristo, objeto de nuestro amor: no se trata solo de evitar el mal, sino de amar al Maestro y de imitarle a Él, que pasó haciendo el bien...15. La vida cristiana es profundamente humana: el corazón tiene un importante lugar en la obra de nuestra santidad porque Dios se ha puesto a su alcance. Y cuando se descuida la vida de piedad, la amistad personal con el Maestro, dejando que el corazón ande desparramado en las criaturas, la fuerza de la voluntad no basta para ir hacia adelante en el camino de la santidad. Por eso, hemos de esforzarnos en verle siempre cercano a nuestra vida, y servirnos de la imaginación para representarnos a Cristo vivo: el que nació en Belén, trabajó en Nazareth, tuvo amigos durante su vida mortal a los que apreciaba de verdad y a quienes acudió muchas veces porque su compañía lo confortaba.

Aprendamos de los amigos de Jesús a tratarle con inmenso respeto, porque es Dios, y con gran confianza, por ser el Amigo de siempre, que busca continuamente nuestro trato.

III. En otra ocasión, Jesús y sus discípulos se detuvieron en casa de estos amigos de Betania, antes de llegar a Jerusalén. Las dos hermanas se dispusieron a preparar todo lo necesario para dar hospitalidad al Maestro y al grupo de los que le acompañaban. Pero María, quizá al poco tiempo de llegar Jesús, se sentó a sus pies, y escuchaba su palabra16, y Marta quedó sola en el trabajo de la casa. María se despreocupa de lo mucho que aún falta por disponer y se entrega por completo a escuchar al Maestro. «La familiaridad con que se instala a sus pies, el hábito que tiene de escucharle, el hambre de oír sus palabras, demuestran que no es este un primer encuentro, sino que hay una verdadera intimidad»17. Marta no es ciertamente indiferente a las palabras de Jesús; ella también atiende, pero está más ocupada en las tareas domésticas. Sin darse cuenta, Jesús ha pasado a un segundo plano: la absorbe aquello mismo que ha de disponer para atenderle bien. Y se inquieta al sentirse sola, con más trabajo quizá del que puede realizar. Mientras, contempla a su hermana a los pies de Jesús. Quizá un tanto desasosegada, y con gran confianza, se puso delante de Jesús, precisa San Lucas, y le dijo: Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude18. ¡Qué confianza tan grande tiene con el Maestro!: Dile que me ayude...

Jesús le responde en el mismo tono familiar, como parece indicar la misma repetición del nombre: Marta, Marta le dice, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria19. María, que con toda seguridad tendría que haber estado ayudando a su hermana, no ha olvidado con todo lo esencial, lo verdaderamente necesario: tener a Cristo como centro de su atención y de su vida. No alaba el Señor toda su actitud, sino lo principal: su amor.

Ni siquiera las cosas que se refieren al Señor nos deben hacer olvidar al Señor de las cosas. Nunca olvidaría Marta esta amable reconvención de Jesús. A pesar de lo indispensable que era su trabajo, mayor aún era el esmero que debía tener por no dejar a Jesús en segundo plano.

Ni siquiera en las tareas que se refieren directamente al Señor debemos olvidar nosotros que lo principal, lo necesario, es su Persona. También en nuestra vida ordinaria debemos tener presente que asuntos que parecen primordiales, como es el trabajo, tampoco se han de anteponer a la familia misma; de poco servirían otras ayudas mejoras económicas, relaciones sociales... si la misma vida familiar se fuera deteriorando por quedar en segundo plano, excepto en casos excepcionales que pueden llevar a que, por ejemplo, sea necesario que el cabeza de familia trabaje en un lugar distante de donde reside el resto de la familia (emigrantes, marinos...). Si un padre o una madre de familia gana más dinero, pero descuida el trato con los hijos, ¿de qué servirá?

Santa Marta, que goza en el Cielo para siempre de la presencia inefable de Cristo, nos alcanzará la gracia de apreciar más la amistad con el Maestro; nos enseñará a cuidar con diligencia de las cosas del Señor, sin olvidar al Señor de las cosas; ella intercederá ante Jesús para que nosotros aprendamos a no posponer tampoco la familia a esos logros buenos que queremos alcanzar en favor de la familia misma.

1 Jn 11, 5. — 2 Jn 11, 17-27. — 3 Jn 11, 3. — 4 Jn 11, 67. — 5 Jn 11, 21. — 6 Jn 11, 23. — 7 Jn 11, 24. — 8 Jn 11, 25. — 9 Jn 11, 27. — 10 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 495. — 11 Jn 12, 1-2. — 12 San Josemaría Escrivá. Camino, n. 322. — 13 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica. 3, q. I. a. 2. — 14 Jn 15, 13. — 15 Hech 10, 38. — 16 Lc 10, 39. — 17 M. J. Indart, Jesús en su mundo, p. 36. — 18 Lc 10, 40. — 19 Lc 10, 41-42.

Memoria

Santa Marta vivía en Betania, cerca de Jerusalén, con sus hermanos María y Lázaro. En la última etapa de la vida pública, Jesús se hospedó con frecuencia en su casa. Fuertes lazos de amistad unían a aquellos hermanos con Jesús.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

miércoles, 28 de julio de 2010

EL TESORO Y LA PERLA PRECIOSA

17ª Semana. Miércoles

EL TESORO Y LA PERLA PRECIOSA

  • La vocación, algo de inmenso valor, una muestra muy particular del amor de Dios.
  • Dios pasa por la vida de cada persona en circunstancias bien determinadas de edad, trabajo, etc. Pasa y llama.
  • Generosidad ante la llamada del Señor.

I. El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra1.

Con estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio de la Misa el valor supremo del Reino de Dios y la actitud del hombre para alcanzarlo. El tesoro y la perla han sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para siempre, en el Cielo.

El tesoro significa la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica la belleza y la maravilla de la llamada: no solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir.

Hay una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso2. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar, y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi deest?, ¿Qué me falta?3, habrán preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos –un encuentro repentino o una búsqueda larga– se trata de algo de grandísimo precio: «un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»4.

El hombre que descubre su vocación siempre ha tenido que esforzarse para seguirla, pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.

Una vez descubierta la perla o encontrado el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo. «Escribías: “(...) Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma echando raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor divino”.

»¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la margarita preciosa de la Gloria!»5. ¡Nada hay que tenga tanto valor!

II. El descubrimiento de los planes divinos proporciona al alma la clave para descifrar el propio pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta ahora era como un rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada persona, las ayudas especiales que experimentamos en un determinado momento... La vocación también proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de sentido6.

Ni el hombre que encontró el tesoro, ni el que halló la perla, echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva riqueza, que ninguna otra cosa dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel que se desprende de todo por amor a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su vida, en apariencia la misma, es bien distinta. El Señor subraya en la parábola el gozo con que vende sus posesiones. Cabe pensar que serían cosas a las que tendría aprecio: la casa, el mobiliario, los adornos... representaban el esfuerzo de años de trabajo. Pero lo vende todo, sin regateos, sin pensarlo demasiado, con alegría. Lo vende todo porque sabe bien el tesoro que ha encontrado. Ante este, todo lo demás carece de importancia.

Dios pasa por la vida de cada persona en unas circunstancias bien determinadas, a una edad concreta, en situaciones distintas; y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora7, cuando aún tienen pocos años, y les pide sus ambiciones, las esperanzas y proyectos de un futuro que, a esa edad, parece lleno de promesas; a otros, en la madurez de la vida... o en su declinar. A muchos, la mayoría, el Señor los encontrará en su trabajo de hombres y mujeres corrientes en medio del mundo, y querrá que sigan siendo fieles corrientes para que santifiquen ese mundo en cuyas entrañas se encuentran, a través de su profesión, de su prestigio profesional quizá duramente adquirido, con una entrega plena y total. A otros los encuentra el Señor en el matrimonio y les pide que santifiquen su familia y se den a Él por entero, en sus peculiares circunstancias.

En cualquier edad en la que se reciba la llamada, el Señor da una juventud interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a estrenar y de afán apostólico. Ecce nova facio omnia8, dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo: acabar con la rutina en la vida, enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál es la mejor edad para entregarse a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo importante es ser generoso con Él entonces y siempre, sin confiar en que habrá otra oportunidad, que tal vez no llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha pasado el tiempo de las decisiones llenas de audacia y de valentía, que es demasiado tarde..., o demasiado pronto.

III. Es semejante el Reino de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas finas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En comparación de aquella –comenta San Gregorio Magno– nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y considera deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla en el alma el resplandor de aquella perla preciosa9.

Quien es llamado –cualquiera que sea su situación personal– debe entregar al Señor todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo que esté en condiciones de darle. Las circunstancias, sin embargo, son distintas y, por tanto, darlo todo no siempre significará materialmente lo mismo: una persona casada, por ejemplo, no puede ni debe abandonar lo que, por voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el amor a su mujer o a su marido, la dedicación a su familia, la educación de los hijos... Al contrario, para esta persona, darlo todo supone vivir la vida de un modo nuevo, cumpliendo mejor con sus deberes legítimos; supone trabajar más y mejor; vivir heroicamente sus obligaciones familiares; desvivirse para educar humana y cristianamente a sus hijos; preocuparse de otras familias amigas; hablar de Dios con la conducta y con la palabra; buscar tiempo para colaborar en tareas de apostolado...; «en la vida real de un hombre o de una mujer casados, que después descubren la significación vocacional de su matrimonio, el “descubrimiento” aparece siempre como una dimensión concreta de su vocación cristiana, que es lo radical; y su respuesta, como un aspecto –importante– de su total obediencia de fe, que comporta necesariamente otros muchos aspectos»10.

Cuando se quiere seguir al Señor más de cerca –en cualquier estado y situación–, se comprende que no pueda uno quedarse encerrado en su pequeño mundo, en el que tal vez se había instalado como si fuera definitivo. Se entiende que es preciso dar claridad a los otros, llegar más lejos, entrar más a fondo en el propio ambiente para transformarlo desde dentro, ampliando el círculo de amistades, llegando a un apostolado más intenso y extenso, dando luz a muchas almas, porque el mundo está a oscuras.

La llamada del Señor es el acontecimiento más grande que nos puede suceder, como a aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago de Genesaret. Sin embargo, seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil. Quien se encuentra instalado en una posición más o menos estable, el que considera que tiene su vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad conquistada, en la que se supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo que Cristo pide: romper con la rutina, con la medianía, con la vulgaridad cómoda. La vocación siempre exige renuncia y un cambio profundo en la propia conducta. La llamada reclama para Dios todo lo que uno se había reservado para sí mismo, y pone al descubierto apagamientos, flaquezas, reductos que se suponían intocables y que, sin embargo, es preciso destruir para adquirir el tesoro sin precio, la perla incomparable. Es Jesús el que nos busca: no me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros11. Y si Él llama, también da las gracias necesarias para seguirle, en los comienzos y a lo largo de toda la vida.

San José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de su vida y la perla preciosa en el encargo de cuidar de Jesús y de María aquí en la tierra. Pidámosle hoy que nos ayude siempre a vivir con plenitud y alegría lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y que entendamos en todo momento que nada vale la pena tanto como el cumplimiento de la propia vocación.

1 Mt 13, 44-45. — 2 Cfr. F. M. Moschner, Las parábolas del Reino de los Cielos, Rialp, Madrid 1957, p. 11. — 3 Mt 19, 20. — 4 San Josemaría Escrivá, Forja, 18. — 5 Ibídem, 993. — 6 Cfr. F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 88. — 7 Cfr. Mt 20, 1 ss. — 8 Apoc 2, 2-6. — 9 Cfr. San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 11. — 10 P. Rodríguez, Vocación, trabajo. contemplación, EUNSA, Pamplona 1986, p. 31. — 11 Jn 15, 16.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

martes, 27 de julio de 2010

LOS AMIGOS DE DIOS

17ª Semana. Martes

LOS AMIGOS DE DIOS

  • Amistad con Jesús.
  • Jesucristo, ejemplo de toda amistad verdadera.
  • Fomentar una amistad cordial y optimista con quienes nos relacionamos. Apostolado y amistad.

I. En la larga travesía del desierto, el pueblo de Dios instalaba, fuera del lugar donde acampaba, la llamada Tienda de la reunión o del encuentro. Se trataba de un sitio sagrado, santo, un lugar aparte. El que visitaba al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la Tienda del encuentro. Allí iba Moisés para exponer al Señor las necesidades del pueblo, y Dios hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo1.

En diversas ocasiones nos muestra la Sagrada Escritura a Dios como amigo de los hombres. También Abrahán es llamado el amigo de Dios2, y el pueblo apelaba con frecuencia a esta amistad para invocar el perdón y la protección divina. Es más, toda la revelación tiende a formar un pueblo amigo de Dios, enlazado con Él por una estrecha Alianza, que es continuamente renovada. «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía»3. Este designio divino tuvo su pleno cumplimiento cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Santa, se hizo hombre. Como la amistad supone cierta igualdad y comunidad de vida4, y la distancia entre Dios y el hombre es infinita, Dios tomó la naturaleza humana, y el hombre se hizo partícipe de la divinidad mediante la gracia santificante5.

«El amigo es amigo para el amigo», la amistad exige benevolencia mutua. Primero nos amó Dios, y así pudimos corresponder; nosotros le amamos porque Él nos amó primero6. El hombre manifiesta su correspondencia aceptando este amor de Dios, abriéndole su alma, dejándose amar, expresando en obras su amor.

La esencia de la amistad entre Dios y los hombres se fundamenta en la naturaleza de la caridad, que es sobrenatural y se derrama en nuestros corazones7 para que podamos amar a Dios con el mismo amor con el que Él nos ama. Jesús nos dice: Como el Padre me amó a Mí, Yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor8. Y dirigiéndose al Padre: el amor con que Tú me has amado esté en ellos, y Yo en ellos9. La seguridad de que Dios nos ama es la raíz de la alegría y gozo del cristiano: Vosotros sois mis amigos...10. ¡Qué inmensa alegría podernos llamar amigos de Dios!

A lo largo de su vida terrena, Nuestro Señor estuvo siempre abierto a una amistad sincera con quienes se le acercaban; es más, en muchas ocasiones fue Él quien tomó la iniciativa para atraerse a todos a Sí: con Zaqueo, con la mujer samaritana..., con todos. Era amigo de sus discípulos, que son conscientes de este particular aprecio. Cuando no entendían algo, se acercaban a Él con confianza, como nos muestra el Evangelio de la Misa de hoy11: explícanos la parábola, le piden con toda naturalidad. Y el Señor les toma aparte y les desvela el contenido de sus enseñanzas de una manera más íntima. También participaban de sus alegrías y de sus preocupaciones; y recibían aliento y ánimo cuando lo necesitaban.

Del mismo modo, el Señor nos ofrece ahora su amistad desde el Sagrario. Allí nos consuela, nos anima, nos perdona. En el Sagrario, como en aquella Tienda del encuentro, habla el Señor con todos, cara a cara, como un hombre habla con su amigo. Con la gran diferencia de que aquí, en nuestros templos, está Dios hecho Hombre: Jesús, el mismo que nació de Santa María, el que murió por nosotros en una cruz.

II. A Jesús le gustaba conversar con quienes acudían a Él o con quienes encontraba en el camino. Aprovechaba estas ocasiones para llegar al fondo del alma y levantar el corazón hasta un plano más alto, muchas veces –cuando sus interlocutores estaban bien dispuestos– hasta la conversión y la entrega plena. También quiere hablar con nosotros en la intimidad de la oración. Y para eso debemos estar abiertos al diálogo, a la amistad sincera. «Él mismo nos ha cambiado de siervos en amigos, como claramente lo dijo: vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os he mandado (Jn 15, 14). Nos ha dejado el modelo que debemos imitar. Por tanto, hemos de compartir la voluntad del amigo, revelarle confidencialmente lo que tenemos en el alma y no ignorar nada de cuanto Él lleva en su corazón. Abrámosle nuestra alma, y Él nos abrirá la suya. En efecto, el Señor declara: os he llamado mis amigos porque os he comunicado todo lo que he oído a mi Padre (Jn 15, 14). El verdadero amigo, pues, no oculta nada al amigo; le descubre todo su ánimo, así como Jesús derramaba en el corazón de los Apóstoles los misterios del Padre»12.

Los cristianos podemos ser hombres y mujeres con más capacidad de amistad, porque el trato habitual con Jesucristo nos dispone a salir de nuestro egoísmo, de la preocupación excesiva por los problemas personales, y así estar abiertos a quienes frecuentan nuestro trato, aunque sean de diferente edad, aficiones, cultura o posición. La amistad, con todo, no nace de un simple encuentro ocasional, ni de la mutua necesidad de ayuda. Ni siquiera la camaradería, el trabajo en común o la misma convivencia llevan necesariamente a la amistad. No son amigas dos personas que se encuentran todos los días en la misma escalera, en el transporte público o en la oficina. Ni la mutua simpatía es, por sí misma, amistad.

Afirma Santo Tomás13 que no todo amor indica amistad, sino el amor que entraña benevolencia, es decir, cuando apreciamos a alguien de tal manera que deseamos para él el bien. Existe más posibilidad de amistad cuanto más grande es la ocasión de difundir el bien que se posee: «solo son verdaderos amigos aquellos que tienen algo que dar y, al mismo tiempo, la humildad suficiente para recibir. Por eso es más propia de los hombres virtuosos. El vicio compartido no produce amistad sino complicidad, que no es lo mismo. Nunca podrá ser legitimado el mal con una pretendida amistad»14; el mal, el pecado, no une jamás en la amistad y en el amor.

Nosotros, los cristianos, podemos dar a nuestros amigos comprensión, tiempo, ánimo y aliento en las dificultades, optimismo y alegría, muchos detalles de servicio..., pero, sobre todo, podemos y debemos darles el bien más grande que poseemos: Cristo mismo, el Amigo por excelencia. Por eso la amistad verdadera lleva al apostolado, en el que comunicamos los bienes inmensos de la fe.

III. ...Y conversaba con Moisés, cara a cara, como habla un hombre con su amigo. Quien vive en amistad con Dios entenderá con más facilidad el valor de la amistad en sí misma y, sin instrumentalizarla, será cauce de un apostolado fecundo, como exigencia que le es natural, que pide comunicar al amigo los bienes propios.

Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable15. Por eso mismo la amistad necesita ser protegida y defendida contra el paso del tiempo, que lleva al olvido, al distanciamiento; contra la envidia, que es frecuentemente lo que más corrompe la amistad16. Ojalá podamos decir como aquel hombre, que terminaba así unos apuntes autobiográficos: «De algo puedo ufanarme: no creo haber perdido jamás un amigo».

Al amigo se le pide que sea fiel, que se mantenga firme en las dificultades, que resista la prueba del tiempo y de las contradicciones, que salga en defensa de su amigo en cualquier situación que se presente: «ser fieles a la amistad verdadera –aconsejaba San Ambrosio–, porque nada hay más hermoso en las relaciones humanas. Ciertamente consuela mucho en esta vida tener un amigo a quien abrir el corazón, desvelar la propia intimidad y manifestar las penas del alma; alivia mucho tener un amigo fiel que se alegre contigo en la prosperidad, comparta tu dolor en la adversidad y te sostenga en los momentos difíciles»17.

Fomentemos la amistad cordial y sincera, optimista, con quienes nos relacionamos todos los días: con los vecinos, con los compañeros de trabajo o de estudio, con esas personas de las que recibimos o a quienes prestamos cada día un servicio exigido por el quehacer profesional o voluntario... Seamos amigos de modo particular de nuestro Ángel Custodio. «Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana»18. El Ángel Custodio no se aleja por nuestros caprichos y defectos; sabe las flaquezas y miserias, y tal vez por eso nos ame más19.

Pero, sobre toda amistad, debemos hacer fuerte y piadosa la amistad «con el Gran Amigo, que nunca traiciona»20. A Él lo encontramos con suma facilidad; está siempre dispuesto a recibirnos, a permanecer con nosotros el tiempo que deseemos. «Id a cualquier parte del mundo donde queráis, cambiad de casa cuantas veces lo deseéis, en la iglesia católica más próxima vuestro Amigo está siempre esperándoos, día tras día»21. Allí le podemos hablar cara a cara, como un hombre habla con su Amigo; nos espera siempre y desea que vayamos a verle... y a oírle. En Él aprendemos de verdad a ser amigos de nuestros amigos, a estar siempre prontos y abiertos a toda amistad sincera, que será camino natural por el que Cristo, nuestro Amigo, llegue hasta lo más profundo de sus almas.

1 Primera lectura. Año I. Ex 33, 11. — 2 Cfr. Is 41, 8. — 3 Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, 2. — 4 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 23 a. 1. — 5 Ibídem. — 6 1 Jn 4, 19. — 7 Cfr. Rom 5, 5. — 8 Jn 15, 9. — 9 Jn 17, 26. — 10 Jn 15, 13-14. — 11 Mt 13, 36-43. — 12 San Ambrosio, Sobre los oficios de los ministros, 3, 135. — 13 Santo Tomás, loc. cit. — 14 J. Abad, Fidelidad, Palabra, Madrid 1987, p. 110. — 15 Ecl. 6, 14-17 — 16 Cfr. San Basilio, Homilía sobre la envidia. — 17 San Ambrosio, o. c., 3, 134 — 18 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 315 — 19 Cfr. A. Vázquez de Prada, Estudio sobre la amistad, Rialp, Madrid 1956, p. 259. — 20 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 88 — 21 R. A. Knox, Sermones pastorales, Rialp, Madrid 1963, p. 473.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

lunes, 26 de julio de 2010

LA LEVADURA EN LA MASA

17ª Semana. Lunes

LA LEVADURA EN LA MASA

  • Los cristianos, como la levadura en la masa, están llamados a transformar el mundo desde dentro de él.
  • Ejemplaridad.
  • Unión con Cristo para ser apóstoles.

I. Nos enseña el Señor en el Evangelio de la Misa1 que el Reino de Dios es semejante a la levadura que tomó una mujer y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo. Aquellas gentes que escuchaban las palabras del Señor conocían bien y estaban familiarizadas con este fenómeno, pues lo habían visto muchas veces en los hornos familiares. Un poco de aquella levadura guardada desde el día anterior podía transformar una buena masa de harina y convertirla en una gran hogaza de pan.

En esta semejanza que nos pone el Señor hemos de considerar en primer lugar lo poco que es la levadura en relación a la masa que debe transformar. Siendo tan poca cosa, su poder es muy grande. Esto nos permite ser audaces en el apostolado, porque la fuerza del fermento cristiano no es simplemente humana: es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. También el Señor cuenta con nuestras poquedades y flaquezas. «¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore, convirtiéndose en alimento comestible y sano.

»Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base, sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.

»Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta.

»Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente que pasa inadvertida»2. Sin ese poco de levadura, la masa se habría quedado en algo inútil, incomestible, inservible. Nosotros, en la vida corriente de cada día, podemos ser causa de luz o de oscuridad, de alegría o de tristeza, fuente de paz o de inquietud, peso muerto que retrase el caminar de los demás o fermento que transforma la masa. Nuestro paso por la tierra no es indiferente, acercamos a los demás a Cristo, los enriquecemos o los separamos de Él.

Nos envía el Señor para proclamar su mensaje por todas partes, para llevarle, uno a uno, a quienes no le conocen, como hicieron los primeros cristianos con sus amigos, con sus familias, con los colegas y vecinos. Para esto no necesitamos hacer cosas extrañas y sorprendentes, pues «al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?

»Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones»3.

¿Somos levadura en la familia, en el ambiente de trabajo o de estudio? ¿Manifestamos con nuestra alegría que Cristo vive?

II. Además, hemos de considerar que la levadura solo actúa cuando está en contacto con la masa. Y así, sin distinguirse de ella, desde dentro, la transforma: «la mujer no solo puso la levadura, sino que además la escondió entre la masa. Del mismo modo tenéis que hacer vosotros cuando estéis mezclados, identificados con la gente..., como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad»4. Solo estando en la entraña del mundo, en medio de toda profesión y oficio, podremos llevar de nuevo la creación a Dios. Y a esto hemos sido llamados por vocación divina.

Los primeros cristianos, que eran verdadero fermento en un mundo descompuesto, lograron que la fe penetrara en poco tiempo en las familias, en el senado, en la milicia y hasta en el palacio imperial: «somos de ayer y llenamos el mundo y todo lo vuestro, casas, ciudades, islas, municipios, asambleas y hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los palacios, el senado, el foro»5.

Sin excentricidades, como fieles corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de cerca a Cristo. Nos han de conocer como personas leales, sinceras, alegres, trabajadoras; nos hemos de comportar ejemplarmente en la vida familiar y social: cumpliendo con rectitud nuestros deberes y actuando serenamente, como hijos de Dios. Nuestra vida, con sus flaquezas, debe ser una señal que les lleve a Cristo. «Por este camino se llega a Dios», deben pensar al ver nuestra vida coherente con la fe que profesamos.

Las normas corrientes de la convivencia, por ejemplo, pueden ser, para muchos, el comienzo de un acercamiento a Dios. Con frecuencia, estas normas se quedan en algo externo y solo se practican porque hacen más fácil el trato social, por costumbre... Para los cristianos deben ser también fruto de una verdadera caridad, manifestaciones de una actitud interior de sincero interés por los demás. Han de ser el reflejo exterior de una íntima unión con Dios.

La templanza del cristiano es una de las manifestaciones más convincentes y más atractivas de la vida cristiana. Dondequiera que estemos hemos de esforzarnos en dar siempre ese ejemplo, que se desprenderá con sencillez de nuestro comportamiento; con frecuencia esa actitud ha sido para muchos el comienzo de un verdadero encuentro con Dios. Esa templanza debe notarse a la hora de la comida y de la bebida, en el modo como evitamos gastos superfluos o inútiles, a la hora del descanso y de la sana diversión... «Cristo nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro deber de levadura (...). Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos»6.

En ese clima de ejemplaridad, de alegría serena, de ayudas quizá pequeñas pero frecuentes, de trabajo bien hecho, nos será más fácil llevar al Señor a quienes conviven o trabajan con nosotros. De modo especial en ese apostolado de la Confesión, tan urgente en este tiempo, que la Iglesia nos invita a llevar a cabo. «Toda solicitud y todo trabajo son poco en comparación con el interés de una sola alma. El que devuelve una oveja errante al redil se ha asegurado un abogado poderoso ante Dios»7. Muchos «abogados poderosos» debemos ganar a través de un apostolado paciente y constante.

III. Para vibrar, para ser fermento, es necesaria la unión con Cristo. No podemos perder esa fuerza interior que nos impulsa al apostolado y que nace de nuestro amor al Señor. Sin esa unión, todo el trabajo y todo el esfuerzo se convertirían en agitación estéril. Siempre ha habido quienes se imaginan –no sin presunción– que van a transformar el mundo con sus fuerzas; pero pronto, en su misma vida y en la de los demás, ven la inconsistencia de sus propósitos. Se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: sin Mí no podéis hacer nada8.

«Si la levadura no fermenta, se pudre. Puede desaparecer reavivando la masa, pero puede también desaparecer porque se pierde, en un monumento a la ineficacia y al egoísmo»9. El cristiano «se pudre» cuando deja entrar la tibieza en su alma, que da lugar a una falta de prontitud en la entrega, un cansancio ante las cosas de Dios incluso antes de acometerlas, cuando piensa en «sus cosas», no en las de Dios. Por el contrario, cumple su misión de levadura cuando procura que su fe amorosa se manifieste en obras. El amor a Cristo es el origen de todo apostolado, lo que permite al cristiano ser levadura. De aquí la necesidad urgente de alimentar ese amor continuamente mediante una oración personal, sin anonimato, y la recepción frecuente, y sin rutina, de los sacramentos. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”»10.

Podemos medir nuestro amor a Dios por el empeño que ponemos en influir como cristianos en el trabajo, en la familia, en el ambiente.

Para ser audaces en nuestra vida ordinaria hemos de mirar a Nuestra Señora, porque «el modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo singularísimo a la obra del Salvador»11.

1 Mt 13, 31-35. — 2 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 257. — 3 ídem, Es Cristo que pasa, 148. — 4 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 46, 2. — 5 Tertuliano, Apologético, 37. — 6 San Juan Crisóstomo, Homilía 10 sobre la 1ª Epístola a Timoteo. — 7 Santo Tomás de Villanueva, Sermón del domingo «in albis», l, c, pp. 900-901. — 8 Jn 15, 5. — 9 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 258. — 10 ídem, Camino n. 961. — 11 Conc Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

SAN JOAQUIN Y SANTA ANA, PADRES DE LA VIRGEN MARIA

26 de julio

SAN JOAQUIN Y SANTA ANA, PADRES DE LA VIRGEN MARIA

Memoria

  • El hogar de los padres de la Virgen.
  • Familias cristianas.
  • Educación de los hijos. Rezar en familia.

I. Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos1.

Una antiquísima tradición nos ha conservado los nombres de los padres de Santa María, que fueron, «dentro de su tiempo y de sus circunstancias históricas concretas, un eslabón precioso del proyecto de salvación de la humanidad»2. A través de ellos nos ha llegado la bendición que un día prometió Dios a Abrahán y a su descendencia, pues a través de su Hija recibimos al Salvador. San Juan Damasceno afirma que los conocemos por sus frutos: la Virgen María es el gran fruto que dieron a la humanidad. Ana la concibió purísima e inmaculada en su seno. «¡Oh bellísima niña, sumamente amable! exclama el santo Doctor. ¡Oh hija de Adán y Madre de Dios! ¡Bienaventuradas las entrañas y el vientre de los que saliste! ¡Bienaventurados los brazos que te llevaron, los labios que tuvieron el privilegio de besarte...!»3. San Joaquín y Santa Ana tuvieron la inmensa suerte de haber podido cuidar y tener en su hogar a la Madre de Dios. ¡Cuántas gracias derramaría el Señor sobre ellos! Santa Teresa de Jesús, que solía poner los monasterios que fundaba bajo la protección de San José y de Santa Ana, argumentaba: «La misericordia de Dios es tan grande que no dejará por nada de favorecer la casa de su gloriosa abuela»4. Jesús, por vía materna, desciende directamente de estos santos esposos que hoy celebramos.

A los padres de Nuestra Señora podemos encomendar nuestras necesidades, especialmente aquellas que se refieren a la santidad de nuestros hogares: Señor, Dios de nuestros padres rogamos con una oración de la Liturgia de la Misa, Tú que concediste a San Joaquín y a Santa Ana la gracia de traer a este mundo a la Madre de tu Hijo, concédenos, por la plegaria de estos santos, la salvación que has prometido a tu pueblo5. Ayúdanos, por su intercesión, a velar por aquellos que especialmente has puesto a nuestro cuidado. Enséñanos a crear a nuestro alrededor un clima humano y sobrenatural en el que sea más fácil encontrarte a Ti, nuestro fin último Y nuestro tesoro.

II. El Papa Juan Pablo II enseña que San Joaquín y Santa Ana son «una fuente constante de inspiración en la vida cotidiana, en la vida familiar y social». Y exhortaba: «Transmitíos mutuamente de generación en generación, junto con la oración, todo el patrimonio de la vida cristiana»6. En el hogar que formaron los padres de Santa María, recibió Ella el tesoro de las tradiciones de la Casa de David que pasaban de una generación a otra. Allí aprendió Nuestra Señora a dirigirse a su Padre Dios con inmensa piedad: en este hogar conoció las profecías referentes a la llegada del Mesías, al lugar de su nacimiento...

María recordaría el hogar de sus padres Joaquín y Ana cuando llegó el momento de formar el suyo, donde nacería Jesús. De Santa María, Jesús a su vez aprendería formas de hablar, dichos populares llenos de sabiduría, que años más tarde empleará en su predicación. De sus labios maternales, Jesús Niño oiría con inmensa piedad aquellas primeras oraciones que los hebreos enseñan a sus hijos en cuanto comienzan a pronunciar las primeras palabras. ¡Qué buena maestra sería la Virgen! ¡Con cuánta ternura manifestaría la riqueza de su alma llena de gracia!

Es muy probable que nosotros también hayamos recibido el incomparable don de la fe y costumbres buenas desde muchos ascendientes que las han ido conservando y transmitiendo como un tesoro. A la vez, tenemos el grato deber de conservar ese patrimonio para llevarlo a otros.

Ahora, cuando los ataques contra la familia parecen arreciar, debemos guardar con fortaleza ese patrimonio recibido, que también hemos procurado enriquecer con el ejercicio de las virtudes humanas y con nuestra fe. Hemos de hacer presente a Dios en el hogar también con esas costumbres cristianas de siempre: la bendición de la mesa, rezar con los hijos más pequeños las oraciones de la noche... leer con los mayores algún versículo del Evangelio, rezar por los difuntos alguna oración breve, por las intenciones de la familia y del Papa..., asistir juntos los domingos a la Santa Misa... Y el Santo Rosario, la oración que los Romanos Pontífices tanto han recomendado que se rece en familia. Alguna vez se puede rezar durante un viaje, o en un momento en el que se acomoda mejor al horario familiar... No es necesario que sean numerosas las prácticas de piedad en la familia, pero sería poco natural que no se realizara ninguna en un hogar en el que todos, o casi todos, se profesan creyentes. Se ha dicho que a los padres que saben rezar con sus hijos les resulta más fácil encontrar el camino que lleva hasta su corazón. Y estos jamás olvidan las ayudas de sus padres para rezar, para acudir a la Virgen en todas las situaciones. ¡Cómo agradecemos nosotros las oraciones que nos enseñaron de pequeños, las formas prácticas de tratar a Jesús Sacramentado...! Es, sin duda, la mejor herencia que recibimos.

Las nuevas circunstancias piden familias coherentes, generosas en su comportamiento. Será también muy grato a Nuestra Madre, Santa María, que renovemos una vez más el propósito tantas veces formulado de procurar ser siempre instrumentos de unión entre los diversos miembros de la familia a través del servicio gustoso y de los pequeños sacrificios diarios en favor de los demás. Este empeño santo llevará a pedir cada día por aquel de la familia que más lo necesite, a tener mayores atenciones con el más débil, con el que parece que flaquea, a poner más cariño con quien se encuentra enfermo o impedido.

III. San Joaquín y Santa Ana debieron pensar muchas veces que algo grande quería Dios de aquella hija suya, llena de tantos dones humanos y sobrenaturales, y la ofrecerían a Dios como los hebreos solían hacer con sus hijos. Los padres, que fortalecen su amor en la oración, sabrán respetar la voluntad de Dios sobre sus hijos, más aún cuando estos reciben una vocación de entrega plena a Dios incluso muchas veces la pedirán al Señor y la desearán para esos hijos, porque «no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios solía decir San Josemaría Escrivá: es honor y alegría»7, el mayor honor, la mayor alegría. Y los hijos «sentirán toda la belleza de dedicar sus energías al servicio del Reino de Dios», porque, de muchas maneras, así lo han aprendido en el hogar familiar.

El amor en el matrimonio «puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios»8. Este amor ha de ser eficaz y operativo en cuanto se refiere a su fruto, que son los hijos. El verdadero amor se manifestará en el empeño por formarles para que sean trabajadores, austeros, educados en el pleno sentido de la palabra..., y sean así buenos cristianos. Que arraiguen en ellos los fundamentos de las virtudes humanas: la reciedumbre, la sobriedad en el uso de los bienes, la responsabilidad, la generosidad, la laboriosidad...; que aprendan a gastar sabiendo las necesidades que muchos padecen actualmente en el mundo...

El amor verdadero por los hijos llevará a interesarse por el centro educativo donde se forman, a estar muy pendientes de la calidad de enseñanza que reciben, y de modo particular de la enseñanza religiosa, pues de ella puede depender su misma salvación. Ese amor moverá a los padres a buscar un lugar adecuado para la época de vacaciones y de descanso con frecuencia sacrificando gustos o intereses, evitando aquellos ambientes que harían imposible, o al menos muy difícil, la práctica de una verdadera vida cristiana. No deben olvidar nunca que son administradores de un inmenso tesoro de Dios y que, por ser cristianos y así procuran enseñarlo a sus hijos, forman una familia en la que Cristo está presente, lo que le da unas características propias.

Pidamos hoy a San Joaquín y a Santa Ana que los hogares cristianos sean lugares donde fácilmente se encuentre a Dios. Acudamos también a Nuestra Señora. «Todos unidos, elevemos a Ella nuestros corazones y, por su mediación, digamos a María, hija y Madre: Muéstrate Madre para todos, ofrece nuestra oración, que Cristo la acepte benigno, Él, que se ha hecho Hijo tuyo»9.

1 Antífona de entrada. — 2 Juan Pablo II. Homilía 26-VII-1983. — 3 Liturgia de las Horas. San Juan Damasceno, Disertación 6, Sobre la Natividad de la Virgen María, 6. — 4 Cfr. M. Auclair, Vida de Santa Teresa de Jesús, Palabra, 5.ª ed., Madrid 1985, p. 316 — 5 Oración colecta. — 6 Juan Pablo II, En el Santuario del Monte de Santa Ana (Polonia), 21-VI-1983. — 7 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 22. — 8 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, 14.ª ed., Madrid 1985, n. 121. — 9 Juan Pablo II, Homilía 10-XII-1978.

Memoria

Una antigua tradición, de la que ya hay constancia en el siglo ii, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Santísima Virgen. La devoción de los fieles por San Joaquín y Santa Ana es una prolongación de la piedad que siempre han profesado a la Santísima Virgen. El Papa León XIII dignificó su fiesta, que se celebró por separado hasta la última reforma litúrgica.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

domingo, 25 de julio de 2010

APRENDER A PEDIR

Décimo séptimo Domingo - Ciclo C

APRENDER A PEDIR

  • El sentido de nuestra filiación divina debe estar presente siempre en nuestra oración.
  • Pedir bienes sobrenaturales, y también bienes materiales, si nos ayudan a amar a Dios.
  • La súplica de Abrahán.

I. Jesús se retiraba a orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados1. Sus discípulos le encontraron muchas veces en un diálogo lleno de ternura con su Padre del Cielo. Y un día, al terminar la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar2... Esto hemos de pedir también nosotros: Jesús, enséñame a tratarte, dime cómo y qué cosas debo pedirte... Porque en ocasiones –incluso aunque llevemos años haciendo oración– estamos delante de Dios como el niño que apenas sabe pronunciar unas cuantas palabras mal aprendidas.

El Señor les enseñó entonces el modo de rezar y la oración por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían cada palabra de esta oración universal con una particular entonación. Y nos señala la confianza que hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al mostrar nuestra radical necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda oración verdadera: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará para darle cuanto necesite. Una buena parte de nuestras relaciones con Dios están definidas por la petición confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y Él solo desea darnos, y en abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión?

El Señor mismo sale fiador de nuestra petición: todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. No pudo ser más categórico. Solo nos iremos de vacío si nos sentimos satisfechos de nosotros mismos; si pensáramos que nada necesitamos, porque nos hubiéramos contentado con unas metas bien cortas, o porque hubiéramos pactado con defectos y flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada3. Debemos acudir al Sagrario como gente muy necesitada ante Quien todo lo puede: como acudían a Jesús los leprosos, los ciegos, los paralíticos... «Rezar –señalaba Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio– significa sentir la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre, y que forman parte de su vida: la misma necesidad del pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedírselo. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las necesidades del cuerpo humano (...). Pero la escala de estas necesidades es más amplia...»4.

La humildad de sentirnos limitados, pobres, carentes de tantos dones, y la confianza en que Dios es el Padre incomparable pendiente de sus hijos, son las primeras disposiciones con las que debemos acudir diariamente a la oración. «Si nosotros aprendemos en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad Padre, hemos aprendido todo (...). Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza absoluta de que Él no podrá rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. Él no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente, parece indicar el rechazo. Él no te rechaza jamás»5. Nunca deja de atendernos. El sentido de nuestra filiación divina y la conciencia de la propia indigencia y debilidad deben estar siempre presentes en nuestro trato con Dios.

II. Todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.

Ante todo debemos pedir y buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al Señor, deseos auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias en las que nos encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la medida en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos, lograr ese empleo que quizá nos es necesario...

«Pidamos los bienes temporales discretamente –nos aconseja San Agustín–, y tengamos la seguridad –si los recibimos– de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le haces caso porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna»6. Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas veces no sabe lo que pide.

Dios quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad del hombre se encuentra siempre en la plena identificación con el querer divino, pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino nos llegará la mayor de las dichas. Cuenta el Papa Juan Pablo II cómo le impresionó la alegría de un hombre que encontró en un hospital de Varsovia después de la insurrección de aquella ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba gravemente herido y, sin embargo, era evidente su extraordinaria felicidad. «Este hombre llegó a la felicidad –comentaba el Pontífice– por otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad»7, en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se hacen una sola cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de Dios: hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Y este es siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado, pues es el que preparó nuestro Padre del Cielo. «Dile: Señor, nada quiero más que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des»8. ¿Para qué lo quiero yo, si Tú no lo quieres? Tú sabes más. Hágase tu voluntad...

III. La Primera lectura9 de la Misa nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica de Abrahán, el amigo de Dios, por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a Dios y que iban a ser destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán tratará de salvar las ciudades, «regateando» con Dios, en el que confía y del que se siente verdaderamente querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso tesoro que son unos cuantos justos, unos cuantos santos.

El Señor se complace tanto en quienes son justos, en quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él, con tal de que se encuentren diez justos en la ciudad. Tan agradable es a Dios el amor y la adoración de estos pocos que es capaz de olvidar las iniquidades de aquellas ciudades. Es una enseñanza clara para nosotros, que queremos seguir al Señor de cerca –¡con obras!– y contarnos entre sus íntimos, pues a veces puede insinuarse en el alma la tentación de preguntarse: ¿de qué sirve que yo trate de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la voluntad de Dios, si son tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él no existiera o como si no mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas, bien distintas de las humanas, acerca de la utilidad de una vida. Un día, al final, el Señor nos hará ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y de la distancia, de aquella madre de familia que gastó sus días en sacar la familia adelante; el valor para toda la Iglesia del dolor de aquel enfermo que ofreció diariamente al Señor sus padecimientos; el «precio» de una hora de estudio o de trabajo convertida en oración...

Con una medida que solo la misericordia divina conoce, a Yahvé le hubieran bastado diez justos para salvar a Sodoma y Gomorra. Las obras de estos justos, puestas en una balanza, habrían pesado más que todos lo pecados de aquellos miles de infelices pecadores. Nosotros, cuando procuramos ser fieles al Señor, hemos de experimentar la alegría de saber que esta entrega, a pesar de nuestros muchos defectos, es el gozo de Dios en el mundo. Él está pronto a escuchar nuestra oración. Y debemos pedir cada día por la sociedad que nos rodea, pues parece alejarse cada vez más de Dios. «La oración de Abrahán –comenta el Papa Juan Pablo II– es muy actual en los tiempos en los que vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo hombre justo trate de rescatar al mundo de la injusticia»10.

Terminemos nuestra oración haciendo el propósito de aprender a orar, de aprender a pedir como hijos. Hemos de acudir al Señor con mucha frecuencia, pues nos encontramos tan necesitados como aquellos que se agolpaban a la puerta11, esperando de Él la salud del alma o del cuerpo. La Virgen Nuestra Madre nos enseñará a ser audaces en la petición. A Ella le rogamos que nos ayude a conseguir, con nuestro apostolado, que en todos los ambientes –en cada ciudad y en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en toda profesión– haya esos diez, veinte, cincuenta... justos que son agradables a Dios y en los que Él se puede apoyar.

1 Cfr. Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 5, 16; 9, 18. — 2 Evangelio de la Misa. Lc 11, 1-13. — 3 Lc 1, 53. — 4 Juan Pablo II, Homilía 27-VII-1980. — 5 Ibídem. — 6 San Agustín, Sermón 80, 2, 7-8. — 7 Juan Pablo II, loc. cit. — 8 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 512. — 9 Gen 18, 20-32. — 10 Juan Pablo II, loc. cit. — 11 Cfr. Mc 1, 33.

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