miércoles, 31 de marzo de 2010

CAMINO DEL CALVARIO

Miércoles Santo
Pasión de Nuestro Señor

CAMINO DEL CALVARIO

  • Jesús con la Cruz a cuestas por las calles de Jerusalén. Simón de Cirene.
  • Jesús acompañado de dos ladrones en su camino hacia el Calvario. Modos de llevar la cruz.
  • El encuentro con su Santísima Madre.

I. Tras una noche de dolor, de burlas y desprecio, Jesús, roto por el terrible tormento de la flagelación, es llevado para ser crucificado. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que fuera crucificado1, dice sobriamente el Evangelio de San Mateo.

El pueblo no aceptó el canje por Barrabás, del que era inocente por quien era culpable de robo con homicidio. Jesús es condenado a sufrir un doloroso castigo y la muerte reservada a los criminales. Al poco tiempo, todos ven que está demasiado débil para llevar sobre sus hombros la cruz hasta el Calvario. Un hombre, Simón de Cirene, que va camino de su casa, es forzado a cargar con ella. ¿Dónde están tus discípulos? Jesús les había hablado de llevar la cruz2, y todos ellos habían afirmado con gran seguridad que estaban dispuestos a ir con Él hasta la muerte3. Ahora ni siquiera encuentra a uno para que le ayude a llevar el madero hasta el lugar de la ejecución. Lo ha de hacer un extraño, y obligado a la fuerza. Alrededor del Señor no hay rostros amigos y nadie quiso comprometerse. Hasta quienes recibieron beneficios y curaciones quieren pasar ahora inadvertidos. Se cumplió al pie de la letra lo que profetizó Isaías muchos siglos antes: He pisado el lagar yo solo, sin que nadie de entre las gentes me ayudase... Miré, y no había quien me auxiliase; me maravillé de que no hubiera quien me apoyara4.

Cogió Simón el extremo de la cruz y lo cargó sobre sus hombros. El otro, el más pesado, el del amor no comprendido, el de los pecados de cada hombre, ese lo llevó Cristo, solo.

Hay una excepción en este desamparo en que el Señor se encuentra, y que nos ha sido transmitida por tradición: una mujer –a la que se conoce por el nombre de Verónica– se acerca con un paño para limpiar el rostro de Jesús, y en la tela quedó impreso el rostro del Señor. «El velo de la Verónica es el símbolo del conmovedor diálogo entre Cristo y el alma reparadora. La Verónica respondió al amor de Cristo con su reparación; una reparación especialmente admirable, porque fue hecha por una débil mujer que no temió las iras de los enemigos de Cristo (...). ¿Se imprime en mi alma (...) el rostro de Jesús, como en el velo de la Verónica?»5.

El Señor sigue su camino; algún alivio físico le ha llegado. Pero la vía es tortuosa y el suelo irregular. Sus energías están cada vez más mermadas; nada tiene de extraño que Jesús caiga. Una, dos, tres veces. Cae y a duras penas se levanta. Y a los pocos metros vuelve a caer. Al levantarse nos dice lo mucho que nos ama; al caer expresa la gran necesidad que siente de que le amemos.

«No es tarde, ni todo está perdido... Aunque te lo parezca. Aunque lo repitan mil voces agoreras. Aunque te asedien miradas burlonas e incrédulas... Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la Redención se está haciendo –¡ahora!–, y Jesús necesita muchos cirineos»6.

II. En otro momento de ese caminar hacia el Calvario, Jesús pasa delante de un grupo de mujeres que lloran por Él. Las consuela y hace una «llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos (Lc 23, 28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia (...). Señor, ¡dame saber vivir y andar en la verdad!»7.

A Jesús, formando parte del cortejo, y para hacer más humillante su muerte, le acompañan dos ladrones. Un espectador recién llegado, que nada supiera, vería tres hombres, cada uno cargado con su cruz, camino de la muerte. Pero solo uno es el Salvador del mundo, y una sola la Cruz redentora.

Hoy también se puede llevar la cruz de distintas formas. Hay una cruz llevada con rabia, contra la que el hombre se revuelve lleno de odio o, al menos, de un profundo malestar; es una cruz sin sentido y sin explicación, inútil, que incluso aleja de Dios. Es la cruz de los que en este mundo solo buscan la comodidad y el bienestar material, que no soportan el dolor ni el fracaso, porque no quieren comprender el sentido sobrenatural del sufrimiento. Es una cruz que no redime: es la que lleva uno de los ladrones.

Camino del Calvario marcha una segunda cruz llevada con resignación, quizá incluso con dignidad humana, aceptándola porque no hay más remedio. Así la lleva el otro ladrón, hasta que poco a poco se da cuenta de que muy cerca de él está la figura soberana de Cristo, que cambiará por completo los últimos instantes de su vida aquí en la tierra, y también la eternidad, y le hará convertirse en el buen ladrón.

Hay un tercer modo de llevarla. Jesús se abraza a la Cruz salvadora y nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con amor, corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios pecados. El Señor ha dado un sentido profundo al dolor. Pudiendo redimirnos de muchas maneras lo hizo a través del sufrimiento, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos8.

Las personas santas han descubierto que el dolor, el sufrimiento, la contrariedad dejan de ser algo negativo en el momento en que no se ve la cruz sola, sino con Jesús que pasa y sale a nuestro encuentro. «¡Dios mío!, que odie el pecado, y me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz, para cumplir a mi vez tu Voluntad amabilísima..., desnudo de todo afecto terreno, sin más miras que tu gloria..., generosamente, no reservándome nada, ofreciéndome contigo en perfecto holocausto»9.

Simón de Cirene conoció a Jesús a través de la Cruz. El Señor le recompensará la ayuda prestada dando la fe también a sus dos hijos, Alejandro y Rufo10; serían pronto cristianos destacados de la primera hora. Debemos pensar que Simón de Cirene más tarde sería un discípulo fiel, estimado por la primera comunidad cristiana de Jerusalén. «Todo empezó por un encuentro inopinado con la Cruz.

»Me presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me buscaban (Is 65, 1).

»A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»11.

La meditación de hoy es un momento oportuno para que nos preguntemos a nosotros mismos cómo llevamos las contrariedades, el dolor. Buena ocasión para examinar si nos acercan a Cristo, si estamos corredimiendo con Él, si nos sirven para expiar nuestras culpas.

III. «Caminaba el Salvador, el cuerpo inclinado con el peso de la Cruz, los ojos hinchados y como ciegos de lágrimas y de sangre, el paso lento y dificultoso por su debilidad; le temblaban las rodillas, se arrastraba casi detrás de sus dos compañeros de suplicio. Y los judíos se reían, los verdugos y los soldados le empujaban»12. En el cuarto misterio doloroso del Rosario contemplamos a Jesús con la Cruz a cuestas camino del Calvario «Estamos tristes, viviendo la Pasión de Nuestro Señor Jesús. —Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.

»Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz (...).

»Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»13.

En el Vía Crucis meditamos que, en una de aquellas callejuelas, Jesús se encontró con su Madre. Se paró un instante. «Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.

»¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam 1, 12).

»Pero nadie se da cuenta, nadie se fija, solo Jesús (...).

»En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la voluntad divina»14.

El Señor continúa su camino y María le acompaña a pocos metros de distancia, hasta el Calvario. La profecía de Simeón se está cumpliendo con perfecta exactitud.

«¿Qué hombre no lloraría, si viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio?

»Su Hijo herido... Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.

»Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios»15.

Cuando el dolor y la aflicción nos aquejen, cuando se hagan más penetrantes, acudiremos a Santa María, Mater dolorosa, para que nos haga fuertes y para aprender a santificarlos con paz y serenidad.

1 Mt 27, 26. — 2 Mt 16, 24. — 3 Mt 26, 35. — 4 Is 63, 3 y 5. — 5 J. Ablewicz, Seréis mis testigos, Madrid 1983. Vía Crucis, Sexta estación, pp. 334-335. — 6 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V, 2. — 7 K. Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid 1978. Vía Crucis, Octava estación, pp. 244-245. — 8 Cfr. Jn 15, 13. — 9 San Josemaría Escrivá, loc. cit., IX. — 10 Cfr. Mc 15, 21. — 11 San Josemaría Escrivá, loc. cit., V. — 12 L. de la Palma, La pasión del Señor, p. 168. — 13 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio doloroso. — 14 ídem, Vía Crucis, IV. — 15 Ibídem, IV, 1.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

martes, 30 de marzo de 2010

ANTE PILATO: JESUCRISTO REY

Martes Santo
Pasión de Nuestro Señor

ANTE PILATO: JESUCRISTO REY

  • Jesús condenado a muerte.
  • El Rey de los judíos. Un reino de santidad y de gracia.
  • El Señor quiere reinar en nuestras almas.

I. El Señor, atado, es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. Tienen prisa por acabar. Jesús, en silencio, y con esa dignidad suya que se refleja en su porte, pasa por algunas callejuelas camino de la residencia de Pilato. «Era ya de día, los habitantes de la ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El Señor iba con la manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello: esta es la pena que se daba a quienes habían usado mal de su libertad en contra de su pueblo. Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en la mejillas, y la sangre coagulada y seca. Así apareció en público el Señor por las calles, y todos le miraban espantados y sobrecogidos. Estaba claro para todos que, tal como le habían tratado y le llevaban, no era sino para condenarle»1.

Jesús pasa de la jurisdicción del Sanedrín a la romana, porque las autoridades judías podían condenar a muerte, pero no ejecutar la sentencia. Por eso acuden cuanto antes –a primeras horas de la mañana– a la autoridad romana, con el fin de obtener, por todos los medios, que dé muerte a Jesús. Quieren acabar con Él antes de las fiestas. Se empieza a cumplir al pie de la letra lo que Él ya había anunciado: el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará2.

Se está produciendo una situación insólita. El que días antes hablaba libremente en el Templo con tanta majestad –nadie ha hablado jamás como este hombre–, el que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado por las autoridades judías. Quien había realizado tantos milagros y era seguido por una muchedumbre de discípulos, es tratado como un malhechor. La gente estaría admirada y no se hablaría de otra cosa en la ciudad. Se llamarían unos a otros para ver un acontecimiento tan sorprendente: ¡Jesús de Nazaret había sido apresado!

Condujeron a Jesús a la plaza del pretorio. Pero los que le acusaban no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua3, pues los judíos quedaban legalmente impuros si entraban en casa de extranjeros. «¡Oh ceguera impía! –exclama San Agustín–. Les parece que van a contaminarse con una casa extraña, y no temen quedar impuros con un crimen propio»4. Se cumplen, una vez más, las palabras fortísimas que el Señor les había dicho tiempo atrás: ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello5.

Pilato salió fuera donde estaban ellos6, Jesús se encuentra de pie ante Pilato7; este puede comprobar la paz y serenidad del acusado, en contraste con la agitación y la prisa de los que querían su muerte.

Pilato le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos?8. Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: ¿Luego, tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey9. Esta será la última declaración ante sus acusadores que haga el Señor; después callará como oveja muda ante el que la esquila10.

El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.

II. Pilato, pensando quizá que con esto se aplacaría el odio de los judíos, tomó a Jesús y mandó que lo azotaran11. Es la escena que contemplamos en el segundo misterio doloroso del Rosario: «Atado a la columna. Lleno de llagas.

»Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. —Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.

»Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. —Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.

»Tú y yo no podemos hablar. —No hacen falta palabras. —Míralo, míralo... despacio.

»Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?»12.

Y a continuación, los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los judíos. Y le daban bofetadas13. Hoy, al contemplar a Jesús que proclama su realeza ante Pilato, conviene que meditemos también esta escena recogida en el tercer misterio doloroso del Rosario: «La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... (...). Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen (...).

»—Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?

»Ya no más, Jesús, ya no más...»14.

Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: «Ecce homo». He aquí al hombre15.

El Señor, vestido en son de burla con las insignias reales, oculta y hace vislumbrar al mismo tiempo, bajo aquella trágica apariencia, la grandeza del Rey de reyes. La creación entera depende de un gesto de sus manos. Cuando más débil se le ve, no duda en afirmar ese título que tiene por derecho propio. Su reino es el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz16. Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión, los cristianos no podemos olvidar que Jesucristo es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro»17. Tampoco podemos olvidar que son muchos los que lo ignoran y rechazan.

«Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25), conviene que Él reine»18.

Muchos ignoran que Cristo es el único Salvador, el que da sentido a los acontecimientos humanos, a nuestra vida; Aquel que constituye la alegría y la plenitud de los deseos de todos los corazones, el verdadero modelo, el hermano de todos, el Amigo insustituible, el único digno de toda confianza.

Al contemplar al Rey con corona de espinas le decimos que queremos que Cristo reine en nuestra vida; en nuestros corazones, en nuestras obras, en nuestros pensamientos, en nuestras palabras, en todo lo nuestro.

III. Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él19, y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio20. A María ya le dijo el Ángel: Darás a luz un hijo... al cual dará Dios el trono de David... y su reino no tendrá fin21. Pero su reino no es como los de la tierra. Durante su ministerio público no cede nunca al entusiasmo de las multitudes, demasiado humano y mezclado con esperanzas meramente temporales: sabiendo que le buscaban para proclamarlo rey, huyó22. Sin embargo, acepta el acto de fe mesiánica de Natanael: tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel23. Es más, el Señor evoca una antigua profecía24 para confirmar y dar profundidad a sus palabras: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre25.

Jesús afirmó su condición de Mesías y de Hijo de Dios26. Las autoridades judías, en la ceguera de su incredulidad, llegan a reconocer al César romano un poder político exclusivo con tal de rechazar la realeza de Jesús y acabar con Él. A pesar de todo, en el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús nazareno, Rey de los judíos.

A Pilato le ha dicho que su Reino no es de este mundo. A nosotros nos dice que su reinado es de paz, de justicia, de amor; Dios Padre ha arrancado (a los hombres) del dominio de las tinieblas para trasladarlos al Reino de su Hijo, en quien tienen la redención27.

Sin embargo, ahora son también muchos quienes lo rechazan. Parece oírse en muchos ambientes aquel grito pavoroso: no queremos que reine sobre nosotros. Con gran pena debió el Señor comentar aquella parábola que refleja la actitud de muchos hombres: Sus ciudadanos le odiaban –dice Jesús en la parábola– y enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que éste reine sobre nosotros28. ¡Qué misterio de iniquidad tan grande es el pecado! ¡Rechazar a Jesús!

El reino del pecado –donde el pecado habita– es un reino de tinieblas, de tristeza, de soledad, de engaño, de mentira. Todas las tragedias y calamidades del mundo, y nuestras miserias, tienen su origen en estas palabras: Nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste (Cristo) reine sobre nosotros. Nosotros, ahora, acabamos nuestra oración diciéndole a Jesús otra vez que: «Él es Rey de mi corazón. Rey de ese mundo íntimo dentro de mí mismo donde nadie penetra y donde únicamente yo soy señor. Jesús es Rey ahí en mi corazón. Tú lo sabes bien, Señor»29.

1 L. de la Palma, La Pasión del Señor, p. 90. — 2 Lc 18, 32. — 3 Jn 18, 28. — 4 San Agustín, Coment. al Evangelio de San Juan, 114, 2. — 5 Mt 23, 24. — 6 Jn 18, 29. —7 Mt 27, 11. — 8 Jn 18, 33. — 9 Jn 18, 36-37. — 10 Is 53, 7. — 11 Jn 19, 1. — 12 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, segundo misterio doloroso. — 13 Jn 19, 2-3. — 14 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, tercer misterio doloroso. — 15 Jn 19, 4-5. — 16 Prefacio de la Misa de Cristo Rey. — 17 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 179. — 18 Ibídem. — 19 Jn 1, 3. — 20 1 Cor 6, 20. — 21 Lc 1, 32-33. — 22 Jn 6, 15. — 23 Jn 1, 49. — 24 Dan 7, 13. — 25 Jn 1, 51. — 26 Mt 27, 64. — 27 Col 1, 13. — 28 Lc 19, 14. — 29 J. Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Rialp, Madrid 1957, p. 357.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

ANTE PILATO: JESUCRISTO REY

Martes Santo
Pasión de Nuestro Señor

ANTE PILATO: JESUCRISTO REY

  • Jesús condenado a muerte.
  • El Rey de los judíos. Un reino de santidad y de gracia.
  • El Señor quiere reinar en nuestras almas.

I. El Señor, atado, es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. Tienen prisa por acabar. Jesús, en silencio, y con esa dignidad suya que se refleja en su porte, pasa por algunas callejuelas camino de la residencia de Pilato. «Era ya de día, los habitantes de la ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El Señor iba con la manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello: esta es la pena que se daba a quienes habían usado mal de su libertad en contra de su pueblo. Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en la mejillas, y la sangre coagulada y seca. Así apareció en público el Señor por las calles, y todos le miraban espantados y sobrecogidos. Estaba claro para todos que, tal como le habían tratado y le llevaban, no era sino para condenarle»1.

Jesús pasa de la jurisdicción del Sanedrín a la romana, porque las autoridades judías podían condenar a muerte, pero no ejecutar la sentencia. Por eso acuden cuanto antes –a primeras horas de la mañana– a la autoridad romana, con el fin de obtener, por todos los medios, que dé muerte a Jesús. Quieren acabar con Él antes de las fiestas. Se empieza a cumplir al pie de la letra lo que Él ya había anunciado: el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará2.

Se está produciendo una situación insólita. El que días antes hablaba libremente en el Templo con tanta majestad –nadie ha hablado jamás como este hombre–, el que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado por las autoridades judías. Quien había realizado tantos milagros y era seguido por una muchedumbre de discípulos, es tratado como un malhechor. La gente estaría admirada y no se hablaría de otra cosa en la ciudad. Se llamarían unos a otros para ver un acontecimiento tan sorprendente: ¡Jesús de Nazaret había sido apresado!

Condujeron a Jesús a la plaza del pretorio. Pero los que le acusaban no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua3, pues los judíos quedaban legalmente impuros si entraban en casa de extranjeros. «¡Oh ceguera impía! –exclama San Agustín–. Les parece que van a contaminarse con una casa extraña, y no temen quedar impuros con un crimen propio»4. Se cumplen, una vez más, las palabras fortísimas que el Señor les había dicho tiempo atrás: ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello5.

Pilato salió fuera donde estaban ellos6, Jesús se encuentra de pie ante Pilato7; este puede comprobar la paz y serenidad del acusado, en contraste con la agitación y la prisa de los que querían su muerte.

Pilato le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos?8. Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: ¿Luego, tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey9. Esta será la última declaración ante sus acusadores que haga el Señor; después callará como oveja muda ante el que la esquila10.

El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.

II. Pilato, pensando quizá que con esto se aplacaría el odio de los judíos, tomó a Jesús y mandó que lo azotaran11. Es la escena que contemplamos en el segundo misterio doloroso del Rosario: «Atado a la columna. Lleno de llagas.

»Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. —Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.

»Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. —Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.

»Tú y yo no podemos hablar. —No hacen falta palabras. —Míralo, míralo... despacio.

»Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?»12.

Y a continuación, los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los judíos. Y le daban bofetadas13. Hoy, al contemplar a Jesús que proclama su realeza ante Pilato, conviene que meditemos también esta escena recogida en el tercer misterio doloroso del Rosario: «La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... (...). Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen (...).

»—Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?

»Ya no más, Jesús, ya no más...»14.

Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: «Ecce homo». He aquí al hombre15.

El Señor, vestido en son de burla con las insignias reales, oculta y hace vislumbrar al mismo tiempo, bajo aquella trágica apariencia, la grandeza del Rey de reyes. La creación entera depende de un gesto de sus manos. Cuando más débil se le ve, no duda en afirmar ese título que tiene por derecho propio. Su reino es el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz16. Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión, los cristianos no podemos olvidar que Jesucristo es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro»17. Tampoco podemos olvidar que son muchos los que lo ignoran y rechazan.

«Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25), conviene que Él reine»18.

Muchos ignoran que Cristo es el único Salvador, el que da sentido a los acontecimientos humanos, a nuestra vida; Aquel que constituye la alegría y la plenitud de los deseos de todos los corazones, el verdadero modelo, el hermano de todos, el Amigo insustituible, el único digno de toda confianza.

Al contemplar al Rey con corona de espinas le decimos que queremos que Cristo reine en nuestra vida; en nuestros corazones, en nuestras obras, en nuestros pensamientos, en nuestras palabras, en todo lo nuestro.

III. Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él19, y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio20. A María ya le dijo el Ángel: Darás a luz un hijo... al cual dará Dios el trono de David... y su reino no tendrá fin21. Pero su reino no es como los de la tierra. Durante su ministerio público no cede nunca al entusiasmo de las multitudes, demasiado humano y mezclado con esperanzas meramente temporales: sabiendo que le buscaban para proclamarlo rey, huyó22. Sin embargo, acepta el acto de fe mesiánica de Natanael: tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel23. Es más, el Señor evoca una antigua profecía24 para confirmar y dar profundidad a sus palabras: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre25.

Jesús afirmó su condición de Mesías y de Hijo de Dios26. Las autoridades judías, en la ceguera de su incredulidad, llegan a reconocer al César romano un poder político exclusivo con tal de rechazar la realeza de Jesús y acabar con Él. A pesar de todo, en el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús nazareno, Rey de los judíos.

A Pilato le ha dicho que su Reino no es de este mundo. A nosotros nos dice que su reinado es de paz, de justicia, de amor; Dios Padre ha arrancado (a los hombres) del dominio de las tinieblas para trasladarlos al Reino de su Hijo, en quien tienen la redención27.

Sin embargo, ahora son también muchos quienes lo rechazan. Parece oírse en muchos ambientes aquel grito pavoroso: no queremos que reine sobre nosotros. Con gran pena debió el Señor comentar aquella parábola que refleja la actitud de muchos hombres: Sus ciudadanos le odiaban –dice Jesús en la parábola– y enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que éste reine sobre nosotros28. ¡Qué misterio de iniquidad tan grande es el pecado! ¡Rechazar a Jesús!

El reino del pecado –donde el pecado habita– es un reino de tinieblas, de tristeza, de soledad, de engaño, de mentira. Todas las tragedias y calamidades del mundo, y nuestras miserias, tienen su origen en estas palabras: Nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste (Cristo) reine sobre nosotros. Nosotros, ahora, acabamos nuestra oración diciéndole a Jesús otra vez que: «Él es Rey de mi corazón. Rey de ese mundo íntimo dentro de mí mismo donde nadie penetra y donde únicamente yo soy señor. Jesús es Rey ahí en mi corazón. Tú lo sabes bien, Señor»29.

1 L. de la Palma, La Pasión del Señor, p. 90. — 2 Lc 18, 32. — 3 Jn 18, 28. — 4 San Agustín, Coment. al Evangelio de San Juan, 114, 2. — 5 Mt 23, 24. — 6 Jn 18, 29. —7 Mt 27, 11. — 8 Jn 18, 33. — 9 Jn 18, 36-37. — 10 Is 53, 7. — 11 Jn 19, 1. — 12 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, segundo misterio doloroso. — 13 Jn 19, 2-3. — 14 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, tercer misterio doloroso. — 15 Jn 19, 4-5. — 16 Prefacio de la Misa de Cristo Rey. — 17 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 179. — 18 Ibídem. — 19 Jn 1, 3. — 20 1 Cor 6, 20. — 21 Lc 1, 32-33. — 22 Jn 6, 15. — 23 Jn 1, 49. — 24 Dan 7, 13. — 25 Jn 1, 51. — 26 Mt 27, 64. — 27 Col 1, 13. — 28 Lc 19, 14. — 29 J. Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Rialp, Madrid 1957, p. 357.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

lunes, 29 de marzo de 2010

LAS NEGACIONES DE PEDRO

Lunes Santo
Pasión de Nuestro Señor

LAS NEGACIONES DE PEDRO

  • San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones.
  • La mirada de Jesús y la contrición de Pedro.
  • El verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.

I. Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento conocer a Jesús.

Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis1.

Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?

Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él2. Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron3. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.

El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial deliberado.

Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída»4.

El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.

II. El Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió y miró a Pedro5. «Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que, mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.

»Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del Señor la expresión que descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos impregnados de tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo quiere ser suplicante y parece decirle: Simón, yo he rogado por ti.

»Su mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús fue empujado violentamente por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6. Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente7. El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.

Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría entonces la parábola del Buen Pastor, del hijo pródigo, de la oveja perdida!

Pedro salió fuera. Se separó de aquella situación, en la que imprudentemente se había metido, para evitar posibles recaídas. Comprendió que aquel no era su sitio. Se acordó de su Señor, y lloró amargamente. En la vida de Pedro vemos nuestra propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!

»—Llora, hijo mío, de dolor de Amor»9.

La contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina. Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de corazón contrito10.

Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que puede caer y ha caído. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.

Muy probablemente Pedro, después de las negaciones y de su arrepentimiento, iría a buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos ahora que recordamos con más viveza nuestras faltas y negaciones.

III. Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría»11.

Sobre Judas también recayó la mirada del Señor, que le incita a cambiar cuando, en el momento de su traición, se sintió llamado con el título de amigo. ¡Amigo! ¿A qué has venido aquí? No se arrepintió en ese momento, pero más tarde sí: viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata12.

¡Qué diferencia entre Pedro y Judas! Los dos traicionaron (de distinta manera) la fidelidad a su Maestro. Los dos se arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus negaciones– la roca sobre la que se asentará la Iglesia de Cristo hasta el final de los tiempos. Judas fue y se ahorcó. El simple arrepentimiento humano no basta; produce angustia, amargura y desesperación.

Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio.

Judas fue todo lo contrario, se queda solo: A nosotros ¿qué nos importa?, allá tú, le dicen los príncipes de los sacerdotes. Judas, en el aislamiento que produce el pecado, no supo ir a Cristo; le faltó la esperanza.

Debemos despertar con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados. Sobre todo al hacer el examen de conciencia al acabar el día, y al preparar la Confesión.

«A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante»13.

1 Mc 14, 66-67. — 2 Cfr. Lc 5, 8-9. — 3 Lc 5, 10-11. — 4 G. Chevrot, Simón Pedro, p. 261. — 5 Lc 22, 61. — 6 G. Chevrot, loc. cit., pp. 265-266. — 7 Lc 22, 61-62. — 8 San Agustín, Sermón 295. — 9 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 436. — 10 Is 66, 2. — 11 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 4. — 12 Cfr. Mt 27, 3-10. — 13 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X, 3.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

domingo, 28 de marzo de 2010

ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN

Domingo de Ramos

ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN

  • Entrada solemne, y a la vez sencilla, en Jerusalén. Jesús da cumplimiento a las antiguas profecías.
  • El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.
  • Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.

I. «Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres»1.

Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.

Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán2.

El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!3.

Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes4. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si estos callan gritarán las piedras5.

Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, «se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 23-24), tú me llevas por el ronzal»6.

Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... «Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte»7. Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.

El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.

II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró8.

Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.

Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos9. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como este, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.

Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.

En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! «El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)»10.

La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir la puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. «Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido”»11.

¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?

III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: «Hosanna en el cielo»12.

Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.

«¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos»13.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.

«La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia»14.

María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.

1 San Andrés de Creta, Sermón 9 sobre el Domingo de Ramos. — 2 Cfr. Num 22, 21 ss. 3 Lc 19, 37-38. — 4 Zac 9, 9. — 5 Lc 19, 40. — 6 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 181. — 7 ídem, citado por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 124. — 8 Lc 19, 41. — 9 Lc 19, 42. —10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. — 11 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 761. — 12 Himno a Cristo Rey. Liturgia del Domingo de Ramos. — 13 San Bernardo, Sermón en el Domingo de Ramos, 2, 4. — 14 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 82.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

sábado, 27 de marzo de 2010

PRENDIMIENTO DE JESÚS

Cuaresma. 5ª semana. Sábado
Pasión de Nuestro Señor

PRENDIMIENTO DE JESÚS

  • La traición de Judas. Perseverancia en el camino que Dios ha señalado a cada uno. La fidelidad diaria en lo pequeño.
  • El pecado en la vida del cristiano. Volver de nuevo al Señor mediante la contrición, y con esperanza.
  • La huida de los discípulos. Necesidad de la oración.

I. Terminada su oración en el Huerto de Getsemaní, se levantó el Señor del suelo y despertó una vez más a sus discípulos, adormilados de cansancio y de tristeza. Levantaos, vamos –les dice–; ya llega el que me va a entregar. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un gran gentío con espadas y palos1.

Se consuma la traición con una muestra de amistad: Se acercó a Jesús y dijo: Salve, Rabí; y le besó2. Nos parece imposible que un hombre que ha conocido tanto a Cristo pueda ser capaz de entregarlo. ¿Qué pasó en el alma de Judas? Porque él estuvo presente en muchos milagros y conoció de cerca la bondad del corazón del Señor para con todos, y se sintió atraído por su palabra y, sobre todo, experimentó la predilección de Jesús llegando a ser uno de los Doce más íntimos. Fue elegido y llamado para ser Apóstol por el mismo Señor. Después de la Ascensión, cuando fue necesario cubrir su vacante, Pedro recordará que era contado entre nosotros, habiendo tenido parte en nuestro ministerio3. También fue enviado a predicar, y vería el fruto copioso de su apostolado; quizá hizo milagros como los demás. Y mantendría diálogos íntimos y personales con el Maestro, como el resto de los Apóstoles. ¿Qué ha pasado en su alma para que ahora traicione al Señor por treinta monedas de plata?

La traición de esta noche debió tener una larga historia. Desde tiempos antes se hallaba ya distante de Cristo, aunque estuviera en su compañía. Permanecía normal en lo externo, pero su ánimo estaba lejos. La ruptura con el Maestro, el resquebrajamiento de su fe y de su vocación, debió producirse poco a poco, cediendo cada vez en cosas más importantes. Hay un momento en que protesta porque le parecen «excesivos» los detalles de cariño que otros tienen con el Señor, y encima su protesta la disfraza de «amor a los pobres». Pero San Juan nos dice la verdadera razón: era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella4.

Permitió que su amor al Señor se fuera enfriando, y ya solo quedó un mero seguimiento externo, de cara a los demás. Su vida de entrega amorosa a Dios se convirtió en una farsa; más de una vez consideraría que hubiera sido mejor no haber seguido al Señor.

Ahora ya no se acuerda de los milagros, de las curaciones, de sus momentos felices junto al Maestro, de su amistad con el resto de los Apóstoles. Ahora es un hombre desorientado, descentrado, capaz de cometer culpablemente la locura que acaba de hacer. El acto que ahora se consuma ha sido ya precedido por infidelidades y faltas de lealtad cada vez mayores. Este es el resultado último de un largo proceso interior.

Por contraste, la perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño; se apoya en la humildad de recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. «Una casa no se hunde por un impulso momentáneo. Las más de las veces es a causa de un viejo defecto de construcción. En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes»5.

Perseverar en la propia vocación es responder a las sucesivas llamadas que el Señor hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, errores aislados, cobardías y derrotas.

Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión hacemos examen sobre la fidelidad en lo pequeño a la propia vocación. ¿Se insinúa en algún aspecto como una doble vida? ¿Soy fiel a los deberes del propio estado? ¿Cuido el trato sincero con el Señor? ¿Evito el aburguesamiento y el apego a los bienes materiales –a las «treinta monedas de plata»–?

II. «Tampoco perdió el Señor la ocasión para hacer el bien a quien le hacía mal. Después de haber besado sinceramente a Judas, le amonestó, no con la dureza que merecía, sino con la suavidad con que se trata a un enfermo. Le llamó por su nombre, que es señal de amistad... Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc 22, 48). ¿Con muestras de paz me haces la guerra? Y aún, para moverle más a que reconociera su culpa, le hizo otra pregunta llena de amor: Amigo, ¿a qué has venido? (Mt 26, 50). Amigo, es mayor la injuria que me haces porque has sido amigo, más duele el daño que me haces. Porque si fuera un enemigo el que me maldijera, lo soportaría..., pero tú, amigo mío, mi amigo íntimo, con quien me unía un amigable trato... (Sal 54, 13). Amigo, que lo has sido y lo debías ser; por Mí puedes serlo de nuevo. Yo estoy dispuesto a serlo tuyo. Amigo, aunque tú no me quieres, Yo sí. Amigo, ¿por qué haces esto, a qué has venido?»6.

La traición se consuma en el cristiano por el pecado mortal. Todo pecado, incluso el venial, está relacionado íntima y misteriosamente con la Pasión del Señor. Nuestra vida es afirmación o negación de Cristo. Pero Él está dispuesto a admitirnos siempre en su amistad, aun después de las mayores infamias. Judas rechazó la mano que le tendió el Señor. Su vida, sin Jesús, quedó rota y sin sentido.

Después de entregarle, Judas debió de seguir con profundo desasosiego las incidencias del proceso contra Jesús. ¿En qué acabaría todo aquello? Pronto se enteró de que los príncipes de los sacerdotes habían dictado sentencia de muerte. Quizá nunca esperó una pena de tal gravedad, quizá vio al Maestro maltratado... Lo cierto es que viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata. Se arrepintió de su locura, pero le faltó ejercitar la virtud de la esperanza –que podría alcanzar el perdón– y la humildad para volver a Cristo. Podía haber sido uno de los doce fundamentos de la Iglesia a pesar de la enormidad de su culpa, si hubiera pedido perdón a Dios.

El Señor nos espera, a pesar de nuestros pecados y fallos, en la oración confiada y en la Confesión. «El que antes de la culpa nos prohibió pecar, una vez aquella cometida, no cesa de esperarnos para concedernos su perdón. Ved que nos llama el mismo a quien despreciamos. Nos separamos de Él, mas Él no se separa de nosotros»7.

Por muy grandes que puedan ser nuestros pecados, el Señor nos espera siempre para perdonar, y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está siempre dispuesto a volver a llamarnos amigo, a darnos las gracias necesarias para salir adelante, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Ante el aparente fracaso de muchas tentativas debemos recordar que Dios no pide tanto el éxito, como la humildad de recomenzar sin dejarse llevar por el desaliento y el pesimismo, poniendo en práctica la virtud teologal de la esperanza.

III. Emociona contemplar en esta escena a Jesús pendiente de sus discípulos, cuando era Él quien corría peligro: si me buscáis a mí, dice a quienes acompañaban a Judas, dejad marchar a estos8. El Señor cuida de los suyos.

Entonces apresaron a Jesús y le condujeron a casa del Sumo Sacerdote9. San Juan dice que le ataron10. Y lo harían sin consideración alguna, con violencia. Aquella chusma le va empujando en medio de un vocerío descortés e insultante. Los discípulos, asustados y desconcertados, se olvidan de sus promesas de fidelidad en aquella memorable Cena, y abandonándole, huyeron todos11.

Jesús se queda solo. Los discípulos han ido desapareciendo uno tras otro. «El Señor fue flagelado, y nadie le ayudó; fue afeado con salivas, y nadie le amparó; fue coronado de espinas, y nadie le protegió; fue crucificado, y nadie le desclavó»12. Se encuentra solo ante todos los pecados y bajezas de todos los tiempos. Allí estaban también los nuestros.

Pedro le seguía de lejos13. Y de lejos, como comprendería pronto Pedro después de sus negaciones, no se puede seguir a Jesús. También nosotros lo sabemos. O se sigue al Señor de cerca o se le acaba negando. «Solo nos falta cambiar un pronombre en la breve frase evangélica para descubrir el origen de nuestras propias defecciones: faltas leves o caídas graves, relajamiento pasajero o largos períodos de tibieza, Sequebatur eum a longe: nosotros le seguíamos de lejos (...). La Humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos que solo siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos»14.

Pero ahora le aseguramos que queremos seguirle de cerca; queremos permanecer con Él, no dejarle solo. También en los momentos y en los ambientes en los que no es popular declararse discípulo suyo. Queremos seguirle de cerca en medio del trabajo y del estudio, cuando vamos por la calle y cuando estamos en el templo, en la familia, en medio de una sana diversión. Pero sabemos que por nosotros mismos nada podemos; con nuestra oración diaria, sí.

Quizá alguno de los discípulos fue en busca de la Santísima Virgen y le contó que se habían llevado a su Hijo. Y Ella, a pesar de su inmenso dolor, les dio paz en aquellas horas amargas. También nosotros hallaremos refugio en ella –Refugium peccatorum–, si a pesar de nuestros buenos deseos nos ha faltado valentía para dar la cara por el Señor cuando Él contaba con nosotros. En Ella encontramos las fuerzas necesarias para permanecer junto al Señor en los momentos difíciles, con afanes de desagravio y de corredención.

1 Mt 26, 46-47. — 2 Mt 26, 49. — 3 Hech 1, 17. — 4 Jn 12, 6. — 5 Casiano, Colaciones, 6. — 6 L. de la Palma, La Pasión del Señor, pp. 59-60. — 7 San Gregorio Magno, Hom. 34 sobre los Evangelios. — 8 Jn 18, 8. — 9 Lc 22, 54. — 10 Jn 18, 12. — 11 Mc 14, 50. — 12 San Agustín, Comentario al Salmo 21, 2, 8. —13 Lc 22, 54. — 14 G. Chevrot, Simón Pedro, Rialp, 14ª ed., Madrid 1982, pp. 242-243.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

viernes, 26 de marzo de 2010

Pasión de Nuestro Señor - LA ORACIÓN EN GETSEMANÍ

Cuaresma. 5ª semana. Viernes
Pasión de Nuestro Señor

LA ORACIÓN EN GETSEMANÍ

  • Jesús en Getsemaní. Cumplimiento de la Voluntad del Padre.
  • Necesidad de la oración para seguir de cerca al Señor.
  • Primer misterio de dolor del Santo Rosario. La contemplación de esta escena nos ayudará a ser fuertes en el cumplimiento de la Voluntad de Dios.

I. Después de la Última Cena, Jesús y los Apóstoles recitan los salmos de acción de gracias, como era costumbre. Y la pequeña comitiva se pone en marcha en dirección a un huerto cercano, llamado de los Olivos. Jesús había advertido a Pedro y a los demás que, esa noche, todos –de un modo u otro– le negarán dejándole solo.

Llegan a una finca llamada Getsemaní. Y dice a sus discípulos: Sentaos aquí, mientra hago oración. Y llevándose a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir pavor y a angustiarse. Y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad1. Y se apartó de ellos como un tiro de piedra2.. Jesús siente una inmensa necesidad de orar. Se detiene junto a unas rocas y cae abatido: Se postró en tierra3, escribe San Marcos. San Lucas nos dice: se puso de rodillas4, y San Mateo precisa más: se postró rostro en tierra5, aunque de ordinario los judíos oraban de pie. Jesús se dirige a su Padre en una oración cargada de confianza y ternura, en la que se entrega totalmente a Él: Padre mío, le dice. Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú.

Poco tiempo antes les había comunicado a sus discípulos. Mi alma está triste hasta la muerte; estoy sufriendo una tristeza capaz de causar la muerte. Así sufre Jesús: Él, que es la misma inocencia, carga con todos los pecados de todos los hombres.

Tomó como si fueran suyos los pecados de los hombres, y se prestó a pagar personalmente todas nuestras deudas. Todas: las debidas por los pecados ya cometidos, las debidas por los que se estaban cometiendo en aquel momento, y las deudas de los pecados que se cometerían hasta el final de los tiempos.

El Señor no solo salió fiador de culpas ajenas, sino que se hizo tan uno con nosotros como es la cabeza con el cuerpo: «quiso que nuestras culpas se llamasen culpas suyas; por eso no solamente pagó con su sangre, sino con la vergüenza de esos pecados»6. Todas estas causas de sufrimiento eran captadas en toda su intensidad por el alma de Cristo.

Miramos en silencio cómo sufre Jesús: Y entrando en agonía oraba con más intensidad7. ¡Cuánto hemos de agradecer al Señor su sacrificio voluntario para librarnos del pecado y de la muerte eterna!

Jesús entra en agonía y llega a derramar sudor de sangre. «Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre.

»De rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los hombres»8. Pero su confianza en el Padre no desfallece, y persevera en oración. Cuando el cuerpo parece que ya no puede resistir, vendrá un ángel a confortarlo. La naturaleza humana del Señor se nos muestra en esta escena con toda su capacidad de sufrimiento.

En nuestra vida puede haber momentos de lucha más intensa, quizá de oscuridad y de dolor profundo, en que cueste aceptar la Voluntad de Dios, con tentaciones de desaliento. La imagen de Jesús en el Huerto de los Olivos nos señala cómo hemos de proceder en esos momentos: abrazarnos a la Voluntad de Dios, sin poner límite alguno ni condición de ninguna clase, e identificarnos con el querer de Dios por medio de una oración perseverante.

«Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mt 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?»9.

II. Jesús nos contempla en aquella noche con una simple mirada. Mira las almas y los corazones a la luz de su sabiduría divina. Ante sus ojos desfila el espectáculo de todos los pecados de los hombres, sus hermanos. Ve la deplorable oposición de tantos que desprecian la satisfacción que Él ofrece por ellos, la inutilidad para muchos de su sacrificio generoso. Siente una gran soledad y dolor moral por la rebeldía y la falta de correspondencia al Amor divino.

Por tres veces busca la compañía en la oración de aquellos tres discípulos. Velad conmigo, estad a mi lado, no me dejéis solo, les había pedido. Y al volver los encontró dormidos, pues sus ojos estaban pesados; y no sabían qué responderle10. Quizá busca en aquel tremendo desamparo un poco de compañía, de calor humano. Pero los amigos abandonaron al Amigo. Era aquella una noche para estar en vela, para estar en oración; y se duermen. No aman aún bastante y se dejan vencer por la debilidad y por la tristeza, y dejan a Jesús solo. No encuentra el Señor un apoyo en ellos; habían sido escogidos para eso y fallaron.

Hemos de rezar siempre, pero hay momentos en que esa oración se ha de intensificar. Abandonarla sería como dejar abandonado a Cristo y quedar nosotros a merced del enemigo. ¿Por qué dormís?, les dice –nos dice también a nosotros–. Levantaos y orad para no caer en la tentación11. Por eso le decimos a Jesús: «Si ves que duermo; si descubres que me asusta el dolor; si notas que me paro al ver más de cerca la Cruz, ¡no me dejes! Dime como a Pedro, como a Santiago, como a Juan, que necesitas mi correspondencia, mi amor. Dime que para seguirte, para no volver a dejarte abandonado con los que traman tu muerte, tengo que pasar por encima del sueño, de mis pasiones, de la comodidad»12.

Nuestra meditación diaria, si es verdadera oración, nos mantendrá vigilantes ante el enemigo que no duerme. Y nos hará fuertes para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades. Si la descuidáramos nos encontraríamos en manos del enemigo, perderíamos la alegría y nos veríamos sin fuerzas para acompañar a Jesús.

También hoy Jesús desea nuestra compañía. Y «sin oración, ¡qué difícil es acompañarle!»13; nuestra experiencia personal nos lo dice. Pero si nos hacemos fuertes en nuestro trato diario con Él, podremos decirle con certeza: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré14. Pedro no pudo cumplir su promesa aquella noche, entre otras cosas, porque no perseveró en la oración que le pedía su Señor. Después de su arrepentimiento, sería fiel a su Maestro hasta dar la vida por Él, años más tarde.

III. La contemplación de esta escena de la Pasión puede ayudarnos mucho a ser fuertes para no dejar nunca nuestra oración diaria, y para cumplir la Voluntad de Dios en cosas que nos cuesten. ¡Señor, que no se hagan las cosas como yo quiero, sino como quieres Tú! «Jesús, lo que tú “quieras”... yo lo amo»15, le decimos hoy con toda sinceridad.

Los santos han sacado mucho provecho para sus almas de este pasaje de la vida del Señor. Santo Tomás Moro nos muestra cómo la oración de Jesús en Getsemaní ha fortalecido a muchos cristianos ante grandes dificultades y tribulaciones. También él fue fortalecido con la contemplación de estas escenas, mientras esperaba el martirio de su decapitación por ser fiel a su fe. Y puede ayudarnos a nosotros a ser fuertes en las dificultades, grandes o pequeñas, de nuestra vida ordinaria. Escribía este santo en la prisión: «Sabía Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante el peligro de ser torturadas y quiso darles ánimos con el ejemplo de su propio dolor, su propia tristeza, su abatimiento y miedo inigualable (...).

»A quien en esta situación estuviera, parece como si Cristo se sirviera de su propia agonía para hablarle con vivísima voz: Ten valor, tú que eres débil y flojo, y no desesperes. Estás atemorizado y triste, abatido por el cansancio y el temor al tormento. Ten confianza. Yo he vencido al mundo, y a pesar de ello sufrí mucho más por el miedo y estaba cada vez más horrorizado a medida que se avecinaba el sufrimiento (...).

»Mira cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de temores. Agárrate al borde de mi vestido, y sentirás fluir de él un poder que no permitirá a la sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias; hará tu ánimo más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca mis pasos –fiel soy, y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas, sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla–, y alegra también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea se convertirá en un peso de gloria inmenso»16. Esto lo escribe quien sabe será decapitado pocos días después.

Nosotros podemos sacar hoy el propósito de contemplar frecuentemente, quizá cada día, este momento de la vida del Señor, el primer misterio de dolor del Santo Rosario. De modo particular puede ser tema de nuestra oración cuando nos cueste un poco más saber descubrir la Voluntad de Dios en los acontecimientos que quizá no entendemos. Podemos entonces rezar con frecuencia a modo de jaculatoria: «Volo quidquid vis, volo quia vis... Quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras»17.

1 Mc 14, 32-34. 2 Lc 22, 41. 3 Mc 14, 35. 4 Lc 22, 41. 5 Mt 26, 39. — 6 L. de la Palma, La Pasión del Señor, Palabra, 6ª ed., Madrid 1971, p. 48. 7 Lc 22, 44. — 8 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, 11ª ed., Primer misterio doloroso. — 9 ídem, Vía Crucis, I, 1. — 10 Mc 14, 40. 11 Lc 22, 46. 12 M. Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973, p. 22. 13 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 89. 14 Mc 14, 31. — 15 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 773. — 16 Santo Tomás Moro, La agonía de Cristo, in. loc. 17 Misal Romano, Acción de gracias después de la Misa, oración universal de Clemente XI.

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jueves, 25 de marzo de 2010

ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR - Solemnidad

25 de marzo

ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR - Solemnidad

  • Verdadero Dios y perfecto hombre.
  • La culminación del amor divino.
  • Consecuencias de la Encarnación en nuestra vida.

I. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer1.

Como culmen del amor por nosotros, envió Dios a su Unigénito, que se hizo hombre, para salvarnos y darnos la incomparable dignidad de hijos. Con su venida podemos afirmar que llegó la plenitud de los tiempos. San Pablo dice literalmente que fue hecho de mujer2. Jesús no apareció en la tierra como una visión fulgurante, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando la naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Virgen María. La fiesta de hoy es propiamente de Jesús y de su Madre. Por eso, «ante todas las cosas –señala fray Luis de Granada– es razón poner los ojos en la pureza y santidad de esta Señora que Dios ab aeterno escogió para tomar carne de ella.

»Porque así como, cuando determinó criar al primer hombre, le aparejó primero la casa en que le había de aposentar, que fue el Paraíso terrenal, así cuando quiso enviar al mundo el segundo, que fue Cristo, primero le aparejó lugar para lo hospedar: que fue el cuerpo y alma de la Sacratísima Virgen»3. Dios preparó la morada de su Hijo, Santa María, con la mayor dignidad creada, con todos los dones posibles y llena de gracia.

En esta Solemnidad aparece Jesús más unido que nunca a María. Cuando Nuestra Señora dio su consentimiento, «el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre -sin confusión la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios»4. ¡Tantas veces le hemos repetido: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...! ¡Tantas veces las hemos meditado al considerar el primer misterio gozoso del Santo Rosario!

II. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...5.

A lo largo de los siglos, santos y teólogos, para comprender mejor, buscaron las razones que podrían haber movido a Dios a un hecho tan extraordinario. De ninguna manera era preciso que el Hijo de Dios se hiciera hombre, ni siquiera para redimirlo, pues Dios –como afirma Santo Tomás de Aquino– «pudo restaurar la naturaleza humana de múltiples maneras»6. La Encarnación es la manifestación suprema del amor divino por el hombre, y solo la inmensidad de este amor puede explicarla: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito...7, al objeto único de su Amor. Con este abajamiento, Dios ha hecho más fácil el diálogo del hombre con Él. Es más, toda la historia de la salvación es la búsqueda de este encuentro; la fe católica es una revelación de la bondad, de la misericordia, del amor de Dios por nosotros.

Desde el principio, Dios fue enseñando a los hombres su gratuito acercamiento. La Encarnación es la plenitud de esta cercanía. El Emmanuel, el Dios con nosotros, tiene su máxima expresión en el acontecimiento que hoy nos llena de alegría. El Hijo Unigénito de Dios se hace hombre, como nosotros, y así permanece para siempre, encarnado en una naturaleza humana: de ningún modo la asunción de un cuerpo en las purísimas entrañas de María fue algo precario y provisional. El Verbo encarnado, Jesucristo, permanece para siempre Dios perfecto y hombre verdadero. Este es el gran misterio que nos sobrecoge: Dios, en su amor, ha querido tomar en serio al hombre y, aun siendo obra de puro amor, ha querido una respuesta en la que la criatura se comprometa ante Cristo, que es de su misma raza. «Al recordar que el Verbo se hizo carne, es decir, que el Hijo de Dios se hizo hombre, debemos tomar conciencia de lo grande que se hace todo hombre a través de este misterio; es decir, ¡a través de la Encarnación del Hijo de Dios! Cristo, efectivamente, fue concebido en el seno de María y se hizo hombre para revelar el eterno amor del Creador y Padre, así como para manifestar la dignidad de cada uno de nosotros»8.

La Iglesia, al exponer durante siglos la verdadera realidad de la Encarnación, tenía conciencia de que estaba defendiendo no solo la Persona de Cristo, sino a ella misma, al hombre y al mundo. «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo el hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado»9. ¡Qué valor debe tener la criatura humana ante Dios, «si ha merecido tener tan grande Redentor»!10. Demos hoy gracias a lo largo del día por tan inmenso bien a través de Santa María, pues Ella «ha sido el instrumento de la unión de Jesús con toda la humanidad»11.

III. La Encarnación debe tener muchas consecuencias en la vida del cristiano. Es, en realidad, el hecho que decide su presente y su futuro. Sin Cristo, la vida carece de sentido. Solo Él «revela plenamente al hombre el mismo hombre»12. Solo en Cristo conocemos nuestro ser más profundo y aquello que más nos afecta: el sentido del dolor y del trabajo bien acabado, la alegría y la paz verdaderas, que están por encima de los estados de ánimo y de los diversos acontecimientos de la vida, la serenidad, incluso el gozo ante el pensamiento del más allá, pues Jesús, a quien ahora procuramos servir, nos espera... Es Cristo quien «ha devuelto definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado»13.

La asunción de todo lo humano noble por el Hijo de Dios (el trabajo, la amistad, la familia, el dolor, la alegría...) nos indica que todas estas realidades han de ser amadas y elevadas. Lo humano se convierte en camino para la unión con Dios. La lucha interior tiene entonces un carácter marcadamente positivo, pues no se trata de aniquilar al hombre para que resplandezca lo divino, ni de huir de las realidades corrientes para llevar una vida santa. No es lo humano lo que choca con lo divino, sino el pecado y las huellas que dejaron en el alma el pecado original y el personal. El empeño por asemejarnos a Cristo lleva consigo la lucha contra todo aquello que nos hace menos humanos o infrahumanos: los egoísmos, las envidias, la sensualidad, la pequeñez de espíritu... El verdadero empeño del cristiano por la santidad lleva consigo el desarrollo de la propia personalidad en todos los sentidos: prestigio profesional, virtudes humanas, virtudes de convivencia, amor a todo lo verdaderamente humano...

De la misma forma que en Cristo lo humano no deja de serlo por su unión con lo divino, por la Encarnación lo terrestre no dejó de serlo, pero desde entonces todo puede ser orientado por el hombre hacia Él. Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum14. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todo hacia Mí. «Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.

»(...) Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña»15. Ese es nuestro cometido.

Terminamos nuestra oración acudiendo a la Madre de Jesús, nuestra Madre. «¡Oh María!, hoy tu tierra nos ha germinado al Salvador... ¡Oh María! Bendita seas entre todas las mujeres por todos los siglos... Hoy la Deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente que jamás se pudo separar ya esta unión ni por la muerte ni por nuestra ingratitud»16. ¡Bendita seas!

1 Liturgia de las Horas, Antífona 1 del Oficio de lectura. Cfr. Gal 4, 4-5. — 2 Cfr. Sagrada Biblia, Vol. VI, Epístolas de San Pablo a los Romanos y a los Gálatas, EUNSA, Pamplona 1984, nota a Gal 4, 4. — 3 Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, 1. — 4 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 274. — 5 Jn 1, 14. — 6 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 1, a. 2. — 7 Jn 3, 16. — 8 Juan Pablo II, Ángelus en el Santuario de Jasna Gora, 5-VI-1979. — 9 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. — 10 Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual. — 11 Juan Pablo II, Audiencia general 28-I-1987. — 12 ídem, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 11. — 13 Ibídem. — 14 Jn 12, 32. — 15 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 105. — 16 Santa Catalina de Siena, Elevaciones, 15.

Solemnidad

La Iglesia celebra hoy el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y, al mismo tiempo, la vocación de Nuestra Señora, que conoce a través del Ángel la voluntad de Dios sobre Ella. Con su correspondencia -su fiat comienza la Redención.

Esta Solemnidad, tanto en los calendarios más antiguos como en el actual, es una fiesta del Señor. Sin embargo, los textos hacen referencia especialmente a la Virgen, y durante muchos siglos fue considerada como una fiesta mariana. La Tradición de la Iglesia reconoce un estrecho paralelismo entre Eva, madre de todos los vivientes, por quien con su desobediencia entró el pecado en el mundo, y María -nueva Eva-, Madre de la humanidad redimida, por la que vino la Vida del mundo: Jesucristo nuestro Señor.

La fijación en el día de hoy, 25 de marzo, está relacionada con la Navidad; además, según una antigua tradición, en el equinoccio de primavera debían coincidir la creación del mundo, el inicio y el fin de la Redención: la Encarnación y la Muerte y Resurrección de Cristo.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

miércoles, 24 de marzo de 2010

CORREDIMIR CON CRISTO

Cuaresma. 5ª semana. Miércoles

CORREDIMIR CON CRISTO

  • Jesucristo nos redimió y liberó del pecado, raíz de todos los males. Valor de corredención del dolor sufrido por amor a Cristo.
  • Jesucristo ha venido a traernos la salvación. Todos los demás bienes han de ordenarse a la vida eterna.
  • A cada hombre se le aplican los méritos que Cristo nos alcanzó en la Cruz. Necesidad de corresponder. La Redención se actualiza de modo singular en la Santa Misa. Corredentores con Cristo.

I. Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados1.

Redimir significa liberar por medio de un rescate. Redimir a un cautivo era pagar un rescate por él, para devolverle la libertad. Os aseguro –son palabras de Jesucristo, en el Evangelio de la Misa de hoy– que quien comete pecado es esclavo del pecado2. Nosotros, después del pecado original, estábamos como en una cárcel, éramos esclavos del pecado y del demonio, y no podíamos alcanzar el Cielo. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, pagó el rescate con su Sangre, derramada en la Cruz. Satisfizo sobreabundantemente la deuda contraída por Adán al cometer el pecado original y la de todos los pecados personales cometidos por los hombres y que se habrían de cometer hasta el fin de los tiempos. Es nuestro Redentor y su obra se llama Redención y Liberación, pues verdaderamente Él nos ha ganado la libertad de hijos de Dios3.

Jesucristo nos liberó del pecado, y así sanó la raíz de todos los males; de esa forma hizo posible la liberación integral del hombre. Ahora cobran su sentido pleno las palabras del Salmo que hoy reza la Iglesia en la liturgia de las Horas: «Dominus illuminatio mea et salus mea, quem timebo?, el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (...) Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo»4. Si no se hubiera curado el mal en su raíz, que es el pecado, el hombre jamás habría podido ser verdaderamente libre y sentirse fuerte ante el mal. Jesús mismo quiso padecer voluntariamente el dolor y vivir pobre para mostrarnos que el mal físico y la carencia de bienes materiales no son verdaderos males. Solo existe un mal verdadero, que hemos de temer y rechazar con la gracia de Dios: el pecado5; esa es la esclavitud más honda, es la única desgracia para toda la humanidad y para cada hombre en concreto.

Los demás males que aquejan al hombre solo es posible vencerlos –parcialmente en esta vida y totalmente en la otra– a partir de la liberación del pecado. Más aún, los males físicos –el dolor, la enfermedad, el cansancio–, si se llevan por Cristo, se convierten en verdaderos tesoros para el hombre. Esta es la mayor revolución obrada por Cristo, que solo se puede entender en la oración, con la luz que da la fe. «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies; hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...»6.

Por eso hoy podemos examinar si de verdad consideramos el dolor, físico o moral, como un tesoro que nos une a Cristo. ¿Hemos aprendido a santificarlo o, por el contrario, nos quejamos? ¿Sabemos ofrecer a Dios con prontitud y serenidad las pequeñas mortificaciones previstas y las que surjan a lo largo del día?

II. La liturgia de las Horas hoy proclama: Vultum tuum, Domine, requiram: Tu rostro buscaré, Señor7. La contemplación de Dios saciará nuestras ansias de felicidad. Y esto tendrá lugar al despertar, porque la vida es como un sueño... Así la compara muchas veces San Pablo8.

Mi reino no es de este mundo, había dicho el Señor. Por esto, cuando declaró: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia9, no se refería a una vida terrena cómoda y sin dificultades, sino a la vida eterna, que se incoa ya en esta. Vino a liberarnos principalmente de lo que nos impide alcanzar la felicidad definitiva: del pecado, único mal absoluto, y de la condenación a la que el pecado conduce. Si el Hijo os hace libres seréis realmente libres, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy10. Nos dio también así la posibilidad de vencer las otras consecuencias del pecado: la opresión, las injusticias, las diferencias económicas desorbitadas, la envidia, el odio..., o padecerlas por Dios con alegría cuando no se pueden evitar.

Es de tal valor la vida que Cristo nos ha ganado que todos los bienes terrenos deben estarle subordinados. De ninguna manera quiere decir esto que los cristianos debamos quedar pasivos ante el dolor y la injusticia; por el contrario, toca a cada uno, manteniendo esa subordinación de todos los demás bienes al bien absoluto del hombre, asumir el compromiso, nacido de la caridad y en ocasiones de la justicia, de hacer un mundo más humano y más justo, comenzando por la empresa en que trabajamos, en el barrio de la gran ciudad o en el pueblo en el que nos encontramos.

El precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Así nos mostró la gravedad del pecado, y cuánto vale nuestra salvación eterna y los medios para alcanzarla. San Pablo también nos recuerda: Habéis sido comprados a gran precio; y a continuación añade, como consecuencia: glorificad a Dios y llevadle en vuestro cuerpo11. Pero sobre todo, quiso el Señor llegar tan lejos para demostrarnos su amor, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos12, porque la vida es lo más que puede dar el hombre. Esto hizo Cristo por nosotros. No se conformó con hacerse uno de nosotros, sino que quiso dar su vida como rescate para salvarnos. Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros13. «Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados»14. Cualquier hombre puede decir: El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí15.

¿Cómo aprecio la vida de la gracia que me consiguió Cristo en el Calvario?, nos podemos preguntar hoy cada uno de nosotros. ¿Pongo los medios para aumentarla: sacramentos, oración, buenas obras? ¿Evito las ocasiones de pecar, manteniendo una lucha decidida contra la sensualidad, la soberbia, la pereza...? Os aseguro que quien comete pecado, es esclavo del pecado...

III. El aparente «fracaso» de Cristo en la Cruz se vuelve redención gozosa para todos los hombres, cuando estos quieren. Nosotros estamos ahora recibiendo copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. «En la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna»16, en medio de nuestros olvidos y negaciones, y de nuestra correspondencia llena de amor.

La Cuaresma es un buen momento para recordar que la Redención se sigue haciendo día a día y para detenernos a considerar los momentos en que se hace más patente: «Cada vez que se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por el que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza la obra de nuestra redención»17. Cada Misa posee un valor infinito; los frutos en cada fiel dependen de las disposiciones personales. Con San Agustín podemos decir, aplicándolo a la Misa, que «no está permitido querer con amor menguado (...), pues debéis llevar grabado en vuestro corazón al que por vosotros murió clavado en la Cruz»18. La Redención se realizó una sola vez mediante la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y se actualiza ahora en cada hombre, de un modo particularmente intenso, cuando participa íntimamente del Sacrificio de la Misa.

Se realiza también la redención, de modo distinto a lo dicho anteriormente sobre la Misa, en cada una de nuestras conversiones interiores, cuando hacemos una buena Confesión, cuando recibimos con piedad los sacramentos, que son como «canales de la gracia». El dolor ofrecido en reparación de nuestros pecados –que merecían un castigo mucho mayor–, por nuestra salvación eterna y la de todo el mundo, nos hace también corredentores con Cristo. Lo que era inútil y destructivo se convierte en algo de valor incalculable. Un enfermo en un hospital, la madre de familia que se enfrenta a problemas que aparentemente la superan, la noticia de una desgracia que nos hiere profundamente, los obstáculos con los que cada día tropezamos, las mortificaciones que hacemos sirven para la Redención del mundo si las ponemos en la patena, junto al pan que el sacerdote ofrece en la Santa Misa. Nos puede parecer que son cosas muy pequeñas, de poco peso, como las gotas de agua que el sacerdote añade al vino en el Ofertorio. Sin embargo, del mismo modo que esas gotas de agua se unen al vino que se convertirá en la Sangre de Cristo, también nuestras acciones así ofrecidas alcanzarán un valor inmenso a los ojos de Dios, porque las hemos unido al Sacrificio de Jesucristo. «El pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón»19. Nos hacemos así corredentores con Cristo.

Acudimos a la Virgen para que nos enseñe a vivir nuestra vocación de corredentores con Cristo en medio de nuestra vida ordinaria. «¿Qué sentiste, Señora, al ver así a tu Hijo? –le preguntamos en la intimidad de nuestra oración–. Te miro, y no encuentro palabras para hablar de tu dolor. Pero sí entiendo que al ver a tu Hijo que lo necesita, al comprender que tus hijos lo necesitamos, aceptas todo sin vacilar. Es un nuevo “hágase” en tu vida. Un nuevo modo de aceptar la corredención. ¡Gracias, Madre mía! Dame esa actitud decidida de entrega, de olvido absoluto de mí mismo. Que frente a las almas, al aprender de ti lo que exige el corredimir, todo me parezca poco. Pero acuérdate de salir a mi encuentro, en el camino, porque solo no sabré ir adelante»20.

1 Antífona de comunión. Col 1, 13-14. — 2 Jn 8, 34. — 3 Cfr. Gal 4, 31. — 4 Sal 26. — 5 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. — 6 Ibídem, n. 194. — 7 Sal 26. — 8 Cfr. 1 Tes 4, 14. — 9 Jn 10, 10. — 10 Jn 8, 36. — 11 1 Cor 6, 20. — 12 Jn 15, 13. — 13 Cfr. Ef 5, 2. — 14 Antífona de comunión. Gal 1, 13-14. — 15 Gal 2, 20. — 16 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 186. — 17 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. — 18 San Agustín, Sobre la santa virginidad, 55. — 19 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 31. — 20 M. Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, IV.

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