martes, 31 de agosto de 2010

ENSEÑABA CON AUTORIDAD

22ª semana. Martes

ENSEÑABA CON AUTORIDAD

  • Jesús imparte su doctrina con poder y fuerza divina.
  • Al leer el Evangelio cada día es Jesús quien nos habla, nos enseña y nos consuela.
  • Cómo encontrarle en esta lectura del Evangelio.

I. Los Evangelistas, repetidas veces señalan la sorpresa de las gentes y de los mismos discípulos ante la doctrina de Jesús y sus prodigios1, y sienten cierto temor a interrogarle2... Era un temor reverencial ante la majestad de Cristo, reflejada en sus palabras y en sus obras, que se apoderaba de las muchedumbres y las cautivaba. San Lucas nos relata en el Evangelio de la Misa3 cómo, después de haber curado Jesús a un endemoniado, quedaron todos atemorizados, y se decían unos a otros: ¿Qué palabra es esta que con potestad y fuerza manda a los espíritus y salen? Y San Marcos señala en otra ocasión que las gentes estaban admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas4. A través de su Santísima Humanidad hablaba la Segunda Persona de la Trinidad, y las gentes, conscientes de su poder extraordinario, acuden para señalarle a los nombres y a las jerarquías más altas que conocían: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los Profetas?5. Bien cortos se quedaron.

El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y fariseos y la seguridad y fuerza con que Jesucristo declaraba su doctrina. Jesús no expone una mera opinión, ni da muestra alguna de inseguridad o de duda6. No habla, como otros profetas, en nombre de Dios; no es un profeta más. Habla en nombre propio: Yo os digo... Enseña los misterios de Dios y cómo han de ser las relaciones entre los hombres, y apoya sus enseñanzas con los milagros; explica su doctrina con sencillez y con potestad porque habla de lo que ha visto7, y no necesita largos razonamientos. «Nada prueba, no se justifica, no argumenta. Enseña. Se impone, porque la sabiduría que de Él emana es irresistible. Cuando se ha apreciado esta sabiduría, cuando se tiene el corazón lo bastante puro para estimarla, se sabe que no puede existir otra. No se siente la necesidad de comparar, de estudiar. Se ve.

»Se ve que es lo absoluto; se ve que frente a Él todo es polvo; se ve que Él es la Vida. Igual que las estrellas se apagan cuando sale el sol, así ocurre con todas las sabidurías y todas las escuelas. Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»8.

Jesús nos sigue hablando a cada uno, personalmente, en la intimidad de la oración, al leer cada día el Evangelio... Hemos de aprender a escucharle también entre los mil sucesos del día, y en lo que en nuestro lenguaje llamamos fracaso o dolor. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.

»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.

»(...) toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos»9.

II. La doctrina de Jesús tenía tal fuerza y autoridad que algunos de los que le escuchaban exclaman que nunca en Israel se había oído algo parecido10. Los escribas enseñaban también al pueblo lo que está escrito en Moisés y los Profetas, comenta San Beda; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor del mismo Moisés11.

Las palabras de Jesús estaban llenas de vida, penetraban hasta el fondo del alma. Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús que pasaba12, dos de sus discípulos le siguieron y permanecieron con Él aquel día. San Juan, el Evangelista que recogió los grandes diálogos de Jesús, en esta ocasión calla. Solo nos dice que le encontraron alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Cuando, pasados muchos años, escribe su Evangelio, nos quiso dejar para siempre el momento preciso e inolvidable de su primer encuentro con el Maestro. ¿Qué les diría el Señor? Solo sabemos el resultado por las palabras de Andrés, el otro discípulo que siguió a Jesús: ¡Hemos encontrado al Mesías!13, le comunica a su hermano Simón. Dios se metió aquella tarde en lo más profundo del corazón de aquellos hombres. Cuando abrimos nosotros el alma, las palabras de Jesús también calan y transforman. Como aquellos otros que habían sido enviados para detenerle y volvieron sin Él14. ¿Por qué no lo habéis traído?, les increpan los fariseos. Y ellos responden rotundamente: Nunca un hombre ha hablado como este hombre.

Las palabras de Jesús encierran una sabiduría infinita, que entiende el filósofo y quien no tiene letras, jóvenes, niños, hombres y mujeres..., todos. Habla de lo más sublime con las palabras más sencillas; su doctrina –profunda como no habrá jamás otra– está al alcance de todos. En su predicación recurre a menudo a figuras y a imágenes conocidas por el público, que dan a su predicación una belleza y un atractivo incomparable. Los pormenores más sencillos sirven para expresar los rasgos más sublimes de una doctrina nueva y de una profundidad misteriosa e inabarcable.

Toda la vida del Señor fue una enseñanza continua: «su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. Estas consideraciones (...) reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo que revela a Dios a los hombres y al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria»15.

En el Santo Evangelio encontramos cada día a Cristo mismo que nos habla, nos enseña y nos consuela. En su lectura –unos pocos minutos cada día– aprendemos a conocerle cada vez mejor, a imitar su vida, a amarle. El Espíritu Santo –autor principal de la Escritura Santa– nos ayudará, si acudimos a Él en petición de ayuda, a ser un personaje más de la escena que leemos, a sacar una enseñanza, quizá pequeña pero concreta, para ese día.

III. «Tu oración –enseña San Agustín– es como una conversación con Dios. Cuando lees, Dios te habla a ti; cuando oras, tú le hablas a Él»16. El Señor nos habla de muchas maneras cuando leemos el Santo Evangelio: nos da ejemplo con su vida para que le imitemos en la nuestra; nos enseña el modo de comportarnos con nuestros hermanos; nos recuerda que somos hijos de Dios y que nada debe quitarnos la paz; llama la atención de nuestros corazones, para perdonar ese pequeño agravio que hemos recibido; nos alienta a preparar con esmero la Confesión frecuente, donde nos espera el Padre del Cielo para darnos un abrazo; nos pide que en esa jornada seamos misericordiosos con los defectos ajenos, pues Él lo fue en grado sumo; nos impulsa a santificar el trabajo, haciéndolo con perfección humana, pues fue su quehacer durante tantos años de su vida en Nazaret... Cada día podemos sacar un propósito, una enseñanza, un pensamiento que recordaremos mientras trabajamos. Por esto, si es posible, será mejor que leamos esos breves minutos a primera hora del día para ejercitarnos luego en esa enseñanza sencilla que tanto nos ayudará a mejorar un poco cada jornada. Hay incluso quien lo lee de pie, recordando la vieja costumbre de los primeros cristianos, que permanece en el gesto de la Misa de escuchar el Evangelio en esta actitud de vigilia.

Mucho bien hará a nuestra alma procurar que la lectura del Evangelio nos dé frecuentemente la trama de la oración: unas veces porque nos introduciremos en la escena como lo haría alguno que vio el grupo reunido en torno a Jesús, o se paró en la puerta desde donde el Maestro enseñaba, o a la orilla del lago... Quizá solo llegó hasta él una parte de la parábola o unas frases aisladas, pero aquello fue suficiente para que algo muy profundo comenzara a cambiar en su alma; en otras ocasiones nos atreveremos a decirle alguna cosa: quizá lo que aquellos mismos personajes le hablaban o le gritaban, porque era mucha su necesidad: Domine, ut videam!17, que vea, Señor, da luz a mi alma, enciéndeme; ¡Oh Dios!, ten piedad de mí, que soy un pecador18, le suplicaremos con palabras del publicano que no se sentía digno de estar delante de su Dios; Domine, tu omnia nosti... Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo19..., y las palabras de Pedro tomarán en nuestro corazón un acento personal, y le expresaremos los sentimientos y deseos de amor y de purificación que llenan nuestro corazón... Muchas veces contemplaremos su Santísima Humanidad, y el verle perfecto Hombre nos moverá a quererle más, a tener deseos de serle más fieles. Le veremos trabajando en Nazaret, ayudando a San José, cuidando más tarde de su Madre..., o cansado porque han sido muchas las horas que ha predicado durante ese día, o el camino ha sido muy largo...

Todos los días, mientras leemos el Evangelio, pasa Jesús junto a nosotros. No dejemos de verlo y de oírlo, como aquellos discípulos que se encontraron con Él en el camino de Emaús. «“Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...”. Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.

»—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!»20.

1 Cfr. Mc 9, 6; 6, 51; etc. — 2 Cfr. Mc 9, 32. — 3 Lc 4, 31-37. — 4 Mc 1, 22. — 5 Cfr. Mt 16, 14. — 6 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 7, 28-29. — 7 Cfr. Jn 3, 11 — 8 J. Leclerq, Treinta meditaciones sobre vida cristiana, pp. 53-54. — 9 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 754. — 10 Cfr. Lc 19, 48; Jn 7, 46. — 11 San Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, 1, 21. — 12 Cfr. Jn 1, 35 ss. — 13 Jn 1, 41. — 14 Jn 7, 46 ss. — 15 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 9. — 16 San Agustín, Comentario sobre los Salmos, 85, 7. — 17 Mt 10, 51. — 18 Lc 18, 13. — 19 Jn 21, 17. — 20 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 671.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

lunes, 30 de agosto de 2010

OBRAS DE MISERICORDIA

22ª semana. Lunes

OBRAS DE MISERICORDIA

  • Jesús misericordioso. Imitarle.
  • Preocuparnos por la situación espiritual de quienes nos rodean.
  • Otras manifestaciones de la misericordia.

I. Volvió Jesús de Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado1. Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el libro por un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor.

Jesús, enrollando el libro, lo devolvió y se sentó. Había una gran expectación entre sus vecinos, con los que había convivido tantos años: Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy probablemente estaría presente la Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda claridad: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.

Isaías2 anunciaba en este pasaje la llegada del Mesías que libraría a su pueblo de sus aflicciones. Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo –sigue comentando Juan Pablo II– que estos hombres sean en primer lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a estos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor»3.

Más tarde, cuando los enviados del Bautista le preguntan si Él es el Cristo o si han de esperar a otro, Jesús les responde que comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados...4.

El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor5 y rico en misericordia6.

La misericordia será el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia «abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo»7.

¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús acerca de nuestro comportamiento ante el dolor y la necesidad. Y esta actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro cuidado y con los más necesitados. Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro trato con estas personas y con todos. ¿Sé darme cuenta de su dolor –físico o moral–, de su cansancio o de la necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud a darles la ayuda que precisan? ¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga que llevan, sobre todo cuando les resulta excesivamente pesada?

II. ...me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la falta de fe, ni cautividad y opresión más grandes que las que el demonio ejerce en quien peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada de la gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan Crisóstomo8.

Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y desgracias, ¿cómo no nos dolerá si vemos que no conocen a Jesucristo, que no le tratan o que le han dejado? La verdadera compasión comienza por la situación espiritual de su alma, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. ¡Qué gran obra de misericordia es el apostolado!

Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión. Así, entre estas obras que, por vía de ejemplo, ha señalado desde antiguo la Iglesia, está «enseñar al que no sabe». Cuando el número de analfabetos ha decrecido en tantos países, ha aumentado en proporciones asombrosas la ignorancia religiosa, incluso en naciones de antigua tradición cristiana. «Por imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que nada saben de religión, significa «evangelizarles», es decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser en la actualidad una obra de misericordia de primera importancia»9.

¡Cuánto bien hace la madre que enseña el catecismo a sus hijos, y quizá a los amigos de sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará el Señor a quienes prestan con generosidad su tiempo en una labor de catequesis, y a quienes aconsejan el libro oportuno que ilustra la inteligencia y mueve los afectos del corazón! Es abrirles el camino que lleva a Dios; no tienen una necesidad mayor.

III. Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a estas personas un rato de compañía –buscado quizá con espíritu de sacrificio, a la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.–, con una conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios –de noticias positivas, de iniciativas de apostolado– deja en el enfermo o en el anciano una luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro piadoso ameno, incluso divertido10.

Cada día es más necesario pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues en la medida en que la sociedad se deshumaniza, los corazones se vuelven duros e insensibles. La justicia es virtud fundamental; pero la justicia sola no basta: se precisa además la caridad. Por mucho que mejorase la legislación laboral y social, siempre será necesario el calor del corazón humano, fraternal y amigo, que se acerca a esas situaciones a las que la mera justicia no llega, pues la misericordia «no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»11.

La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma; no se siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos en querer a quienes son desgraciados por su propia culpa, incluso por su propia maldad. El Señor solo nos preguntará si esa persona es desgraciada, si sufre, «pues eso basta para que sea digno de su interés. Esfuérzate sin duda en protegerlo contra sus malas pasiones, pero desde el momento en que sufre, sé misericordioso. Amarás a tu prójimo, no cuando lo merezca, sino porque es tu prójimo»12.

El Señor nos pide una actitud compasiva que se extienda a todas las manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre el prójimo, a quien hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido. «Aunque vierais algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte»13.

Frecuentemente hemos de recordar que, si somos misericordiosos, obtendremos del Señor esa misericordia para nuestra vida que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades, que Él bien conoce. Esa confianza en la infinita compasión de Dios nos llevará a permanecer siempre muy cerca de Él.

María, Reina y Madre de Misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse eficazmente de quienes sufren a nuestro lado.

1 Evangelio de la Misa. Lc 4, 16-30. — 2 Cfr. Is 61, 1-2 — 3 Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 3. — 4 Lc 7, 22 ss. — 5 1 Jn 4, 16. — 6 Ef 2, 4. — 7 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. — 8 San Juan Crisóstomo, Comentario al Salmo 126. — 9 J. Orlandis, 8 Bienaventuranzas, pp. 104-105. — 10 Cfr. Santo Cura de Ars, Sermón sobre la limosna, en F. Fernández-Carvajal, Antología de textos, Palabra, 14ª ed., Madrid 2003, n. 355-1. — 11 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72. — 12 G. Chevrot, Las Bienaventuranzas, Rialp, 8ª ed., Madrid 1981, p. 170. — 13 San Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

domingo, 29 de agosto de 2010

LOS PRIMEROS PUESTOS

Vigésimo segundo Domingo - Ciclo C

LOS PRIMEROS PUESTOS

  • Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.
  • Medios para vivir la humildad.
  • Los bienes de la humildad.

I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola1 que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. «¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?», nos pregunta San Juan Crisóstomo2, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...

La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.

Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam3: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos4. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, «la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento»5. Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: «¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?»6. Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine7, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.

II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. «A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»8. Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser «instrumentos de Dios» para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos «portadores de esencias divinas de un valor inestimable». Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: «Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor».

Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.

Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.

Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. «Solo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos»9; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; «también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno»10, y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca «da su brazo a torcer», que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.

Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...

III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir «que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo»11. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: «no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros»12. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.

De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa13: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.

La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte14, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

1 Lc 14, 1; 7-II. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65, 4. — 3 Sal 113, 1. — 4 Jn 1, 16. — 5 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 4. — 6 Ibídem. — 7 Sal 72, 23. — 8 San Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1931. — 9 ídem, Surco, n. 274. — 10 Ibídem, n. 275. — 11 San Francisco de Sales, o. c., p. 159. — 12 Ibídem. — 13 Eclo 3, 19-21; 30-31. — 14 2 Cor 12, 10.

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MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA

29 de agosto

MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA

Memoria

  • Fortaleza de Juan.
  • Su martirio.
  • Llevar con alegría las contradicciones que podamos encontrar por seguir fielmente a Cristo.

I. Comentaré tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo1.

El día 24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy conmemora su dies natalis, el día de su muerte, ordenada por Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan, el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios, había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con gusto2. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones, le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor de cielos y tierra3, con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno de sus prodigios a él y a sus amigos.

San Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados4; a los fariseos y saduceos5, y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado6. Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano7. Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte8.

El Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario, para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.

II. San Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual había tomado como mujer9. Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo. Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde fieles seguidores de Cristo.

Juan lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma. «No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: los padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros»10.

A lo largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles: después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre11. Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio12. Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron13.

¿Vamos nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?

III. La historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos, San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus amos14 y las mujeres intolerancias de sus maridos15; otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da sentido y plenitud a la Cruz de cada día16.

Desde San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza... Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya mucho tiempo»17. Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y difíciles de llevar.

Es muy posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será, quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo. «Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter medium montium pertransibunt aquae!“ ¡pasarás a través de los montes!»18. Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol»19. Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora, Auxilio de los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.

1 Antífona de entrada. Sal 118, 46-47. — 2 Mc 6, 17-20. — 3 Lc 23, 6-9. — 4 Lc 3, 10-14. — 5 Mt 3, 7-12. — 6 Jn 1, 29; 36-37. — 7 Mc 6, 18. — 8 Jer 1, 17-19. 9 Mc 6, 17 ss. — 10 Liturgia de las Horas, Segunda lectura. San Beda, Homilía 23. — 11 Hech 5, 40-41. — 12 Hech 5, 42. — 13 Mt 5, 11-12. — 14 Cfr. 1 Pdr 2, 18-25. — 15 Cfr. 1 Pdr 3, 1-3. — 16 Cfr. Sagrada Biblia, Epístolas Católicas, EUNSA, Pamplona 1988, pp. 116-117. — 17 A. Lang, Teología fundamental, Rialp, Madrid 1966, vol. 1, pp. 319-320. — 18 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 12. — 19 Ibídem, n. 489.

Memoria

San Juan es el único santo de quien la Iglesia conmemora el nacimiento y la muerte. Con su ejemplo lleno de fortaleza, el Precursor nos enseña a cumplir, a pesar de todos los obstáculos, la misión que cada uno hemos recibido de Dios.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

sábado, 28 de agosto de 2010

LOS PECADOS DE OMISIÓN

21ª semana. Sábado

LOS PECADOS DE OMISIÓN

  • La parábola de los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.
  • Responsabilidad en hacer rendir los propios talentos.
  • Omisiones. Actuación de los cristianos en la vida social y en la pública.

I. Después de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa1 una parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice– se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero2. En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido bienes incontables.

Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...

Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.

Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.

II. El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos: pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.

El tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de él.

Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros (todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con «no hacer el mal», es necesario «negociar el talento», hacer positivamente el bien.

Para el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad –sin engañarse neciamente con la ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está al frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas3.

Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera que este sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.

III. Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste4.

Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si esta fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación, la familia...

Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en cuenta.

La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio»5. Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.

1 Mt 25, 14-30. — 2 Cfr. 2 Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14. — 3 Cfr. San Agustín, Miscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. 1, p. 568. — 4 Cfr. Mt 25, 35 ss. — 5 B. Baur, La Confesión frecuente, pp. 112-113.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

SAN AGUSTÍN

28 de agosto

SAN AGUSTÍN

Memoria

  • La vida, una continua conversión.
  • Comenzar y recomenzar.
  • Valorar lo pequeño que nos separa del Señor. La Virgen y la conversión.

I. San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre «había bebido», dice él, «con la leche materna»1. Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba «a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser»2. Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.

El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín, y especialmente el leer algunas obras de los clásicos3, no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios. Sus errores consistieron principalmente «en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo»4.

Después de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que solo en la Iglesia católica encontraría la verdad y la paz para su alma. Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento de la verdad5, y que cada una tiene su propio campo. Llegó al convencimiento de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia6.

Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más cerca del Señor, pues «para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor.

»Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!»7. El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, nos esperará cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.

II. Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado. Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significaba, además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilección a Cristo, de un amor humano8. «No es que le estuviera prohibido casarse -esto lo sabía muy bien Agustín, lo que no quería era ser cristiano solamente de esta manera: renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con toda su alma al amor y a la posesión de la Sabiduría (...). Con gran rubor se preguntaba a sí mismo: ¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas jóvenes? (Conf. 8, 11, 27). De ello se originó un drama interior, profundo, lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace»9. Dio ese paso definitivo en el verano del año 386, y nueve meses más tarde, en la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual, tuvo su encuentro para siempre con Cristo, al recibir el Bautismo de manos de San Ambrosio. Así cuenta el Santo la serena pero radical decisión que cambiaría completamente su vida: «Fuimos (él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato) donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos el desarrollo de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecir porque Tú, Señor, concedes más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías otorgado, con relación a mí, más de lo que había pedido con sus gemidos y lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni esposa ni carrera en este mundo»10. Cristo llenó por entero su corazón.

Nunca olvidó San Agustín aquella noche memorable. «Recibirnos el bautismo recuerda al cabo de los años y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género humano». Y añade: «Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia»11.

La vida del cristiano nuestra vida está acompañada de frecuentes conversiones. Muchas veces hemos tenido que hacer de hijo pródigo y volver a la casa del Padre, que siempre nos espera. Todos los santos saben de esos cambios íntimos y profundos, en los que se han acercado de una manera nueva, más sincera y humilde, a Dios. Para volver al Señor es necesario no excusar nuestras flaquezas y pecados, no hacer componendas con aquello que no va según el querer de Dios. ¡Cómo recordaría San Agustín su conversión cuando años más tarde, siendo ya Obispo, predicaba a sus fieles!: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón»12.

Fiados de la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. «Me dices, contrito: “¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada”.

»Que Él bendiga esos afanes tuyos»13.

III. «Buscad a Dios, y vivirá vuestra alma. Salgamos a su encuentro para alcanzarle, y busquémosle después de hallarlo. Para que le busquemos, se oculta, y para que sigamos indagando, aun después de hallarle, es inmenso. Él llena los deseos según la capacidad del que investiga»14.

Esta fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será nuestra capacidad para seguir creciendo en su amor.

La conversión lleva siempre consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, y la vuelta sincera a Dios. Hemos de pedir con frecuencia a Nuestra Madre Santa María que nos conceda la gracia de prestarle importancia aun a lo que parece pequeño, pero que nos separa del Señor, para apartarlo y arrojarlo lejos de nosotros. Este camino de conversión parte siempre de la fe: el cristiano mira la infinita misericordia de Dios, movido por la gracia, y reconoce su culpa o su falta de correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace en el alma una esperanza más firme y un amor más seguro.

Al terminar hoy nuestra oración, no olvidemos que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»15. Dirígete a Ella, «pídele que te haga el regalo prueba de su cariño por ti de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.

»Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano... y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.

»Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»16. No olvidemos que también Dios, pacientemente, nos espera a nosotros. Nos llama a una vida de fe y de entrega más plenos. No retrasemos nuestra llegada.

1 San Agustín, Confesiones, 3, 4, 8. — 2 ídem, Tratado contra los Académicos, 2, 2, 5. — 3 ídem, Confesiones, 3, 4, 7. — 4 Juan Pablo II, Carta Apost. Agustinum hipponensem, 28-VIII-1986. — 5 San Agustín Tratado contra los Académicos, 3, 20, 43. — 6 ídem, Confesiones, 6, 5, 7; 7, 7, 11. — 7 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 344. — 8 Cfr. San Agustín, Confesiones, 6, 15, 25. — 9 Juan Pablo II, loc. cit. — 10 San Agustín, Confesiones, 8, 12, 30. — 11 Ibídem, 8, 9, 14. — 12 ídem, Sermón 19. — 13 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 378. — 14 San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 61, 1. — 15 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 495. — 16 ídem, Forja, n. 161.

Memoria

San Agustín nació en Tagaste (África) el año 354. Después de una juventud azarosa se convirtió a los 33 años en Milán, donde fue bautizado por el Obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria y elegido Obispo de Hipona, desarrolló una enorme actividad a través de la predicación y de sus escritos doctrinales en defensa de la fe. Durante treinta y cuatro años, en los que estuvo al frente de su grey, fue un modelo de servicio para todos y ejerció una continua catequesis oral y escrita. Es uno de los grandes Doctores de la Iglesia. Murió el año 430.

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lunes, 23 de agosto de 2010

DOCILIDAD EN LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL

21ª semana. Lunes

DOCILIDAD EN LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL

  • Necesidad de que alguien guíe nuestra alma en su camino hacia Dios.
  • A quién debemos acudir. Visión sobrenatural en la dirección espiritual.
  • Constancia, sinceridad y docilidad.

I. Os deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo -escribe San Pablo a los cristianos de Tesalónica-. Y es deber nuestro dar gracias continuas a Dios por vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos, y de todos por cada uno, sigue aumentando1. Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no supieron guiar al Pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz, y echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les llevaba a Dios. El Señor les llama en el Evangelio de la Misa2 guías ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.

Una de las gracias más grandes que podemos haber recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá3. Él no dejará de darnos este gran bien.

En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren. Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza, siempre al acecho, querría apagar. La Iglesia, desde los primeros siglos, recomendó siempre la práctica de la dirección espiritual personal como medio eficacísimo para progresar en la vida cristiana.

Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Tantas veces el apasionamiento, la falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos, el amor propio, la tendencia a dejarnos llevar por lo que más nos gusta, por aquello que nos resulta más fácil..., van difuminando el camino que lleva a Dios (¡tan claro quizá al principio!), y cuando no hay claridad viene el estancamiento, el desánimo y la tibieza. «El que solo quiere estar, sin arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, y que por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón (...).

»El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo»4.

Es una gracia muy particular del Señor poder contar con esa persona que nos ayuda eficazmente en nuestra santificación y a la que podemos abrirnos en una confidencia llena de sentido humano y sobrenatural. ¡Qué alegría cuando podemos comunicar lo más profundo de nuestros sentimientos, para orientarlos al Señor, a alguien que nos comprende, nos anima, nos abre horizontes nuevos, reza por nosotros y tiene una gracia especial para ayudarnos!

En la dirección espiritual encontramos a Cristo mismo que nos oye atentamente, nos comprende y nos da fuerzas y luces nuevas para seguir adelante.

II. En la dirección espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran espíritu sobrenatural; por eso, la confidencia «no se hace a cualquier persona, sino a quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser para nosotros»5. Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien le fortalece en el camino de su conversión; para Tobías será el Arcángel San Rafael, con figura humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en su largo viaje.

La dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de Dios. Para pedir un consejo o confiar una preocupación exclusivamente humana sin mayor trascendencia, bastaría dirigirse quizá a quien sea capaz de comprender y sea discreto y prudente, mas para aquello que al alma se refiere hemos de discernir en la oración quién es el buen pastor para nosotros, «pues se corre el peligro, si solo a motivos humanos se atiende, de que no entiendan ni comprendan, y entonces la alegría se torna amargura, y la amargura desemboca en incomprensión que no alivia; y en ambos casos se experimenta la desazón, el íntimo malestar de quien ha hablado demasiado, con quien no debía, de lo que no debía»6. No debemos escoger guías ciegos, que más que ayudar nos llevarían a tropezar y caer.

El sentido sobrenatural con el que acudimos a la dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo7. Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen sacrificio, en las que quizá no se está dispuesto a cambiar, en un intento de adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad: por ejemplo, al descubrir la propia vocación, que supone una mayor entrega; al tener que dejar una amistad inconveniente; en la generosidad en el número de hijos, para los casados, etc.

Pidamos al Señor ser personas de conciencia recta, que buscan su Voluntad y que no se dejan llevar de motivos humanos: que buscan de verdad agradarle a Él, y no una «falsa tranquilidad» o «quedar bien». Igualmente, sería una falta de visión sobrenatural estar excesivamente pendientes del «qué habrán pensado», del «qué van a pensar», del juicio que han formulado sobre nosotros... La visión sobrenatural lleva a la sinceridad y a la sencillez.

La vida interior necesita tiempo para madurar y no se improvisa de la noche a la mañana. Tendremos derrotas, que nos ayudarán a ser más humildes, y victorias, que manifiestan la eficacia de la gracia que fructifica en nosotros; necesitaremos comenzar y recomenzar muchas veces, sin desánimos y sin esperar –aunque a veces lleguen– resultados inmediatos, que en ocasiones el Señor quiere que no veamos para un bien mayor.

III. Detrás de esta lucha ascética alegre ha de estar la dirección espiritual, que no puede ser esporádica o discontinua, pues sigue paso a paso las subidas y las bajadas de nuestro esfuerzo. Constancia también cuando haya más dificultades: por disponer de menos tiempo por un exceso de trabajo, de exámenes... Dios premia ese esfuerzo con nuevas luces y gracias. Otras veces las dificultades son internas: pereza, soberbia, desánimo porque van mal las cosas, porque no se llevó a cabo nada de lo que se había previsto. Es entonces cuando más necesitamos de esa charla fraterna, o de esa Confesión, de las que salimos siempre más esperanzados y alegres, y con nuevo impulso para seguir luchando. Un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y una maroma fuerte está trenzada de muchos hilos: en la continuidad de la dirección espiritual, semana tras semana, se va forjando el alma; y poco a poco, con derrotas y victorias, construye el Espíritu Santo el edificio de la santidad.

Además de la constancia, la sinceridad es imprescindible; comenzamos siempre por decir lo más importante, que quizá coincida con aquello que más nos cuesta decir; esto es decisivo al principio y para proseguir. Los frutos se pueden retrasar por no haber dado desde los inicios una clara imagen de lo que realmente nos pasa, de cómo somos en realidad, o por habernos detenido en cosas puramente accidentales, de adorno, sin llegar al fondo. Sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades: en lo concreto, en el detalle, con delicadeza, cuando sea preciso, llamando a nuestros errores y equivocaciones, a los defectos del carácter, por su nombre, sin querer enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del momento: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?..., circunstancias que hacen más personal, con más relieve, el estado del alma.

Otra condición para que la dirección espiritual tenga fruto es la docilidad. Fueron dóciles los leprosos a quienes Jesús mandó que se presentaran a los sacerdotes como si ya estuvieran curados8, y los Apóstoles cuando el Señor les dice que sienten a las gentes que esperan y comiencen a darles de comer, a pesar de que ellos ya habían hecho el recuento y sabían bien las pocas provisiones que habían recogido9. Pedro es dócil al echar las redes cuando él tiene sobrada experiencia de que no había peces en aquel lugar, ni era la hora oportuna10... San Pablo se dejará guiar; su fuerte personalidad, de tantos modos y en tantas ocasiones manifestada, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de viaje le llevaron a Damasco, luego Ananías le devolverá la vista y será ya un hombre útil para pelear las batallas del Señor11.

No podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta a la que ya tiene o a la que le dicta su experiencia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad y necesidad en tantos asuntos del alma.

Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero12.

1 2 Tes 1, 1-3. — 2 Mt 23, 23-26. — 3 Mi 7, 7. — 4 San Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, en Obras completas, BAC, 11ª ed. Madrid 1982, p. 43. — 5 F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 95. — 6 Ibídem, pp. 96-97. — 7 Cfr. Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 93. — 8 Lc 17, 11-19. — 9 Lc 9, 10-17. — 10 Cfr. Lc 5, 1 ss. — 11 Hech 9, 17-19. — 12 Jer 18, 1-7.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

domingo, 22 de agosto de 2010

CON SENTIDO CATÓLICO, UNIVERSAL

Vigésimo primer Domingo - Ciclo C

CON SENTIDO CATÓLICO, UNIVERSAL

  • El Señor quiere que todos los hombres se salven. La Redención es universal.
  • Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios ha querido que estemos.
  • El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más cercanos.

I. Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa1: Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.

En el Evangelio2, San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente importa– no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos sido llamados.

Todos los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se salven3. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio4, signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles5. Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el cual, «permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos»6.

La Segunda lectura7 señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.

II. Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas...8. Y vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en el Reino de Dios9. Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis10.

El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos– y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: «insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado»11. Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en la que se encuentren, son llamados «para dar testimonio de Cristo en todo el mundo»12.

El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.

En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.

Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía: «lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»13. ¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?, ¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?

III. Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas14, leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas: unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación... Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la misión universal que se les encomendó.

«Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio»15. En esta tarea evangelizadora hemos de contar con «un hecho completamente nuevo y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos»16; ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.

«A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12)»17.

El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina Apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.

1 Is 66, 18-21. — 2 Lc 13, 22-30. — 3 1 Tim 2, 4. — 4 Lc 23, 45. — 5 Cfr. Ef 2, 14-16. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13. — 7 Heb 12, 5-7; 11-13. — 8 Is 66, 18. — 9 Lc 13, 29. — 10 Jn 1, 26. — 11 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. — 12 Ibídem. — 13 Discurso a Diogneto, 5. — 14 Mc 16, 15. — 15 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132. — 16 Juan XXIII, Const. Apost. Humanae salutis, 25-XII-1961. — 17 San Josemaría Escrivá, loc. cit.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

SANTA MARÍA VIRGEN REINA

22 de agosto

SANTA MARÍA VIRGEN REINA

Memoria

  • Santa María, Reina de cielos y tierra.
  • Títulos de la realeza de Nuestra Señora.
  • El reinado de María se ejerce en el Cielo, en la tierra y en el Purgatorio.

I. «La Madre de Cristo es glorificada como Reina universal. La que en la anunciación se definió como esclava del Señor fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera “discípula” de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia misión: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, “sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar” (Const. Lumen gentium, 36), y ha conseguido plenamente aquel “estado de libertad real”, propio de los discípulos de Cristo: ¡servir quiere decir reinar! (...). La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos, ella no termina aquel servicio suyo salvífico...»1.

El dogma de la Asunción, que celebramos la pasada semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy celebramos, la Realeza de María. Nuestra Señora subió al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por la Santísima Trinidad como Reina y Señora de la Creación: «terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Apoc 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte»2. Esta verdad ha sido afirmada desde tiempos antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por el Magisterio de la Iglesia3. San Efrén pone en labios de María estas bellísimas palabras: «El Cielo me sostenga con sus brazos, porque soy más honrada que él mismo. Pues el Cielo fue tan solo tu trono, no tu madre. Ahora bien, ¡cuánto más digna de honor y veneración es la Madre del rey que no su trono!»4.

Fue muy frecuente expresar este título de María mediante la costumbre de coronar las imágenes de la Santísima Virgen de forma canónica, por concesión expresa de los Papas5. El arte cristiano, desde los primeros siglos, ha venido representando a María como Reina y Emperatriz, sentada en trono real, con las insignias de la realeza y rodeada de ángeles. En ocasiones se la representa en el momento de ser coronada por su Hijo. Y los fieles han recurrido a Ella con esas oraciones: Salve Regina, Ave Regina caelorum, Regina coeli laetare..., tantas veces repetidas.

En muchas ocasiones hemos acudido a Ella recordándole este hermoso título de su realeza, y lo hemos considerado en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario. Hoy, en nuestra oración y a lo largo del día, lo hacemos de una manera especial. «Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. Veni: coronaberis. Ven: serás coronada (Cant 4, 7, 12 y 8).

»Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.

»Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. Vestido de sol. La luna a sus pies (Apoc 12, 1) (...). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.

»Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos... y todos los pecadores y tú y yo»6.

II. Concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin7, leemos en el Evangelio de la Misa.

La realeza de María está íntimamente relacionada con la de su Hijo. Jesucristo es Rey porque le compete una plena y completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; esta realeza, además de ser plena, es propia y absoluta. La realeza de María es plena y participada de la de su Hijo. Los términos Reina y Señora aplicados a la Virgen no son una metáfora; con ellos designamos una verdadera preeminencia y una auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser Madre del Rey, es verdadera y propiamente Reina, encontrándose en la cima de la creación y siendo efectivamente la primera persona humana del universo. Ella, «bellísima y perfectísima, tiene tal plenitud de inocencia y santidad que no se puede concebir otra mayor después de Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender»8.

Los títulos de la realeza de María son su unión con Cristo como Madre como le fue anunciado por el Ángel y la asociación con su Hijo Rey en la obra redentora del mundo. Por el primer título, María es Madre Reina de un Rey que es Dios, lo cual la enaltece sobre las demás criaturas humanas; por el segundo, María Reina es dispensadora de los tesoros y bienes del Reino de Dios, en razón de su corredención.

En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas», y alentaba a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarse por aborrecer el pecado, a librarse de su esclavitud, «para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos», a quien es Reina y tan gran Madre9. Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam consequamur... Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno10. Este trono, símbolo de la autoridad, es el de Cristo, pero ha querido que sea en su Madre trono de gracia donde más fácilmente alcanzamos la misericordia, pues nos fue dada «como abogada de la gracia y Reina del universo»11.

En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la que la Trinidad Beatísima sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos por toda la eternidad. «Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado.

»-¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. -Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes.

»-¡Anímate!»12. Ella nos espera; quiere que nos unamos a la alegría de los santos y de los ángeles. Y tenemos derecho a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.

III. Apareció en el cielo una señal grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas...13. Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a María14, la Madre de Jesús, quien en el Calvario la confió a Juan, a la que él cuidó con tanto esmero y contempló tantas veces. Cuando, ya anciano, escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el Cielo. Los tres rasgos con que el Apocalipsis describe a María son símbolo de esta dignidad: vestida de sol, resplandeciente de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos todos15. En las letanías del Santo Rosario recordamos cada día que es reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos... Es también nuestra Reina y Señora.

El reinado de María se ejerce diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y la misericordia del Señor. A Ella acudimos en cada jornada, pidiendo su protección; muchos cristianos los sábados, y cuando visitan alguno de sus innumerables santuarios, le cantan o le rezan con devoción esa antiquísima oración: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... Este reinado se ejerce en el Cielo sobre los ángeles y sobre todos los bienaventurados, quienes aumentan su gloria accidental «por las luces que María les comunica, por la alegría que experimentan ante su presencia, por todo cuanto hace por la salvación de las almas. Manifiesta a los santos y a los ángeles la voluntad de Cristo en orden a la extensión de su Reino»16.

El reinado de María se ejerce también en el Purgatorio. «Salve Regina, cantaban las almas que vi sentadas sobre el verde y entre las flores que desde fuera del valle no se veían», declara el poeta italiano17. Nuestra Madre nos induce constantemente a pedir y a ofrecer sufragios por quienes todavía se purifican y esperan para entrar en el Cielo; presenta a Dios nuestras oraciones, lo que hace que aumenten su valor. Aplica en el nombre de su Hijo a estas almas el fruto de los méritos que Él nos alcanzó y el de sus propios méritos. Nuestra Madre es una buena aliada para ayudar a las almas del Purgatorio y, si la tratamos mucho, Ella nos moverá a purificar nuestras faltas y pecados ya en esta vida y nos concederá poderla contemplar inmediatamente después de nuestra muerte, sin tener que pasar por ese lugar de espera y de purificación, porque ya habremos limpiado aquí nuestra alma de sus errores y flaquezas.

Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos18.

1 Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 41. — 2 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 59. — 3 Cfr Pío XII, Enc. Ad caeli Reginam, 11-X-1954. — 4 San Efrén, Himno sobre la Bienaventurada Virgen María. — 5 J. Ibáñez-F. Mendoza, La Madre del Redentor, Palabra, 2.ª ed., Madrid 1988, p. 293. — 6 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, quinto misterio de gloria. — 7 Lc 1, 31-33. — 8 Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8-XII-1854. — 9 Pío XII, loc. cit. — 10 Heb 4, 16. — 11 Misal Romano, Prefacio de la Misa de esta fiesta. — 12 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 285. — 13 Apoc 12, 1. — 14 San Pío X, Enc. Ad diem ilum, 2-II-1904. — 15 Cfr. L. Castán, Las Bienaventuranzas de María, BAC, Madrid 1971, p. 320 — 16 R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid 1976, p. 323. — 17 Dante Alighieri, La divina comedia, «El purgatorio», 7, 82-84. — 18 Misal Romano, Oración colecta de la Misa.

Memoria

Esta fiesta de la Virgen fue instituida por Pío XII en 1954, respondiendo a la creencia unánime de toda la Tradición que ha reconocido desde siempre su dignidad de Reina, por ser Madre del Rey de reyes y Señor de señores. Santa María es una Reina sumamente accesible, pues todas las gracias nos vienen a través de su mediación maternal. La coronación de María como Reina de todo lo creado que contemplamos en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario está íntimamente unida a su Asunción al Cielo en cuerpo y alma.

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